Como si no bastara con ser vegetariano, hacer yoga, meditar o existir en la Tierra según las reglas de “El Arte de Vivir”, ahora se impone comer crudo. ¿Crudo? Sí, crudo. La movida se llama “alimentación viva” o “raw food”, una práctica que nació en San Francisco en los años sesenta y predica la comida sin cocción como la mejor forma de aprovechar los nutrientes de los alimentos. Los vegetarianos fueron los primeros en adoptarla, pero también existe en versión carnívora, potenciada por la moda de la comida peruana.
Varias celebrities de Hollywood se hicieron fanáticas de esta dieta, con Sting a la cabeza seguido por Demi Moore, Cher y hasta Robin Williams. En la Argentina, Raúl Taibo fue el primero en hablar de ella y es un visitante habitual de los pocos y selectos restaurantes “raw” de la ciudad. Pero algunos vegetarianos (ocasionales o devotos) como Carla Peterson y Gastón Pauls, también se dan sus festines de alimentos crudos.
Para saber más de la tendencia, NOTICIAS se reunió con los principales chefs que la practican. Origen, manjares y templos de la alimentación viva, una guía para conocerla y adoptarla (o descartarla para siempre).
Pura salud. “El trabajo del cocinero es ofrecer salud en un formato de placer, un binomio que ha quedado disociado a lo largo de la evolución de la gastronomía. La oferta es pornográfica y el balance se rompió. Perdimos el respeto por la comida. Debemos ponerle más cabeza a lo que ingerimos”, sostiene el chef Máximo Cabrera. Para el dueño de Kensho, llevar una dieta cruda es el medio para mejorar la calidad del alimento: “Esto no es magia ni un invento de la modernidad. En lugar de horno, utilizo un deshidratador que no sube los 38º C porque por encima de esa temperatura las moléculas se mueren. Es tan simple como mantener vivas las cosas que comés para conservar sus nutrientes”, explica Cabrera, que también es biólogo.
Con una carta 85% cruda, su aspiración es hacer Raw Food latina, como el chorizo de semillas germinadas y el ceviche de hongos con hierbas andinas. Aunque no sirve ninguna carne y casi ningún ingrediente derivado de animales, el lugar no lleva cláusula de vegano para no ejercer un estricto derecho de admisión: “La idea no es segregar sino que también venga alguien que come asado todos los días y que se vaya doblemente feliz, porque probó algo rico que además le hace bien”.
La “life food” va todavía más allá: los alimentos además de crudos deben estar activados. “Una semilla es una estructura reproductiva de la naturaleza, es vida en estado latente. Su momento de germinación es el de mayor potencia, por lo que si se la consume tras hidratarla se ingiere toda la energía que tiene acumulada dentro”, informa Cabrera, y promete que después de comer alguno de estos platos, uno se siente energizado, en lugar de querer tirarse a dormir la siesta o a hacer la digestión.
Claro que además hay un mandato ecológico detrás del movimiento: cuidar los recursos. “Si hago sopa con una calabaza cocida salen dos porciones, si la hago con una cruda salen ocho. Con menos materia prima comen más personas y encima ahorro energía porque no uso gas”, calcula el gastro-biólogo.
Depuración. Licuado de manzana, leche de almendras, kriptonita de wheatgrass y maca. Así arranca la carta de Buenos Aires Verde y continúa con la opción de agregar a la coctelería energizante una dosis de los superalimentos, una serie de suplementos naturales de propiedades curativas como espirulina, levadura, noni, aceite de chía y rejuvelac. Por suerte, el menú tiene un anexo a disposición que subtitula los ingredientes (como para entender mejor la carta). Para mayor información, solo hace falta mirar alrededor –hay pizarrones con instructivos sobre Life Food y hasta una minilibrería con títulos al estilo “Depuración Corporal” y “La Sal Saludable”–. O consultarle al dispuestísimo Mauro Massimino, el eco-chef que continuamente va de la cocina sin hornallas al salón y viceversa. “Primero hice gastronomía convencional y después molecular, ahí me metí en la química y comencé a preguntarme no solo si algo estaba rico sino también qué perdía y qué ganaba cada alimento al cocinarlo”, se presenta Mauro, divorciado del fuego y en íntima relación con una potente licuadora para procesar y pulverizar los alimentos de forma hipotóxica.
En este restaurante con despensa de Palermo se prepara de todo: nueces activadas con azúcar crocante, helado raw a base de castañas de cajú, agua enzimática, quesos vegetales, ensaladas vivas, panqueques deshidratados. La materia prima es 95% orgánica, algo posible ya que la Argentina es uno de los principales productores orgánicos mundiales. Pero a la vez algo casi inaccesible, ya que la mayoría va a exportación y solo queda un resto para consumo local con costos que hacen que salir a comer “life food” salga lo mismo que sentarse en una parrilla. La máxima de Massimino es trabajar en sintonía con los ciclos de la naturaleza, con ingredientes estacionales que respeten los tiempos de la Tierra.
La “raw food” puede adoptarse como costumbre o quedarse en una experiencia que termina con el sábado a la noche. A Buenos Aires Verde, además de extranjeros practicantes y jóvenes curiosos, viene mucha gente mayor que ya no encuentra bienestar en la medicación.
Carnívoros. El movimiento Raw Food nació en San Francisco en los años ’60 con médicos que impulsaron el consumo de vegetales sin cocción para preservar sus propiedades nutricionales. “En los ’90, el concepto traspasó el crudi-veganismo y llegó a Nueva York con los primeros Raw Bar que sirven ostras crudas con gotas de lima, caviar y shots de vodka, aunque el resto de la carta peca de fritos y salteados”, cuenta Paúl Perea, que hace tres meses abrió el primer Raw Bar de Buenos Aires, al que también define como único en el globo, en ofrecer carnes y pescados crudos en la totalidad de su menú.
“Parto de la teoría de los crudi-veganos para mantener las características organolépticas de los alimentos: color, aroma, sabor, textura y nutrientes originales”, detalla el chef peruano desde su cocina que es una barra con una tabla y un cuchillo capaz de hacer cortes muy delgados de lomo de ternera, solomillo de ciervo, magret de pato, lomo de búfalo, atún rojo, lenguado y mero.
De Perú trae ceviche y tiradito; de Francia, tartar; de Italia, carpaccio; de Japón, sashimi, y de los países árabes, keppe. Paúl junta platos crudos de distintas partes del mundo en Recoleta y les da un giro al cambiar la carne clásica con la que se preparan y los condimentos. El resultado es alta cocina de crudos: vieiras marinadas en jugo de lima, crema de coco y green curry; ciervo al jengibre glaseado; salmón a la miel de yacón, almendras y parmesano gratinado. En la bodega de Experimental está Jean Bousquet, un vino orgánico argentino de exportación.
Contra los malos pronósticos que dictan que la comida cruda carnívora es peligrosa, Paúl se defiende aclarando que el único recaudo es trabajar con materia prima fresca de calidad. “Existe un tabú sobre la comida cruda, pero viene de la ignorancia de pensar que hace mal. Incluso en Perú hasta hace muy poco el ceviche solo se comía de día porque se creía que caía pesado y era porque se dejaba macerar por horas provocando una alteración química que causa acidez. Ahora se hace la versión moderna que se prepara en el momento”, resume Paul.
Algunos médicos sostienen que un régimen crudo puede causar deficiencias que hay que controlar, mientras que otros como Jean Seignalet auspician una dieta 70% cruda como el remedio contra ciertas enfermedades. Una nutrición idealista para un mundo que mueve millones con la comercialización de la manipulación, el almacenamiento, la extracción, la elaboración, la conservación y el envasado de alimentos. Un hábito de pocos que no traerá la vuelta al estado natural. Pero sí, al menos, conciencia.