Una vez más, los voceros oficiales tienen motivos de sobra para asegurarnos que la Argentina no es México. En esta ocasión, no es cuestión del temor al contagio de una crisis financiera como la del “efecto Tequila” o de la llegada de una nueva mutación del virus de la gripe, sino de la presencia ominosa de bandas de narcotraficantes, como la responsable de transportar 944 kilos de cocaína a España.
El temor a que la Argentina termine como el “hermano” del norte puede entenderse. Desde el 2006, México es una zona de guerra en que ya han muerto, a manos de los sicarios de los carteles de la droga o de los efectivos militares que están procurando aniquilarlos, más de 30.000 personas y no hay señales de que la orgía de violencia que se ha desatado esté por atenuarse. El año pasado fue más cruento que los anteriores. El actual podría ser todavía peor.
Es una guerra horrífica. Pocos días transcurren sin que se descubran en las calles de ciudades o en baldíos desérticos decenas de cadáveres decapitados y mutilados. Es tan atroz el baño de sangre que México corre el riesgo de degenerar en un Estado fallido, en un territorio anárquico regido por delincuentes feroces que amenacen no sólo a sus propios compatriotas, sino también a todos los demás, incluyendo a los sumamente preocupados norteamericanos. Por razones comprensibles, a los yanquis no les gusta del todo pensar en lo que para ellos serían las consecuencias del eventual colapso del vecino sureño. Sería como si compartieran una frontera porosa con Afganistán.
Pues bien, a la Argentina ¿le espera un futuro mexicano? Sería reconfortante suponer que no existe ninguna posibilidad de que suceda aquí una catástrofe tan terrible como la que está causando estragos en México, que no obstante las apariencias, el país cuenta con instituciones de seguridad tan eficientes y una clase política tan firmemente comprometida con la legalidad que estará en condiciones de enfrentar con éxito el desafío mortal planteado por el imperialismo narco, pero la verdad es que no hay muchos motivos para sentir confianza.
Como entenderá muy bien la ministra de Seguridad, Nilda Garré, las deficiencias de la Policía Federal, la Bonaerense y sus equivalentes de otras provincias no se limitan a la propensión de ciertos uniformados a maltratar a manifestantes “sociales” como aquellos que a fines del año pasado irrumpieron en el Parque Indoamericano y otros predios de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano. Las purgas esporádicas no han servido para eliminar todos los focos de corrupción; lo que sí han hecho es dar a algunos depurados un buen pretexto para pasar a las filas de la delincuencia.
En cuanto a las Fuerzas Armadas, diezmadas y hambreadas por Garré, para que encabezaran la lucha contra los narcotraficantes, como hacen en México y en Río de Janeiro donde la policía se vio desbordada, sería necesario no sólo cambiar la ley, sino también reequiparlas. Asimismo, el que miembros destacados de la llamada familia militar como los hijos del ex comandante de la Fuerza Aérea durante la gestión de Carlos Menem, el brigadier general José Juliá, y el del brigadier José Miret, estén involucrados en el narcotráfico, hace pensar que las Fuerzas Armadas son tan vulnerables como cualquier otra institución a los encantos multimillonarios de la floreciente industria de la droga.
Desde el punto de vista de los narcos que están buscando nuevos territorios para colonizar, la Argentina es un país desarmado que no podría sino parecerles una presa tentadora aun cuando la clase política se caracterizara por su voluntad de acatar normas éticas muy severas. Por desgracia, este dista de ser el caso. Antes bien, en opinión de casi todos, la Argentina se encuentra entre los países más corruptos de América Latina, uno que es equiparable en tal sentido con las cleptocracias más notorias de África y de Medio Oriente, de suerte que a los narcos no les resultaría difícil sobornar a dirigentes políticos, funcionarios y magistrados para que los ayudaran a lavar dinero adquiriendo negocios legítimos, a mejorar los productos que se proponen comercializar en laboratorios farmacéuticos locales y, desde luego, utilizando los medios de transporte disponibles para llevar droga a los mercados opulentos de América del Norte y de Europa. Como en el resto de América Latina, aquí los empresarios de la droga se han acostumbrado a hacer aportes a las campañas electorales; no lo hacen por altruismo, sino porque les conviene congraciarse con quienes de otro modo podrían causarles un sinfín de problemas. En el 2007, la candidata –en aquel entonces– Cristina Fernández de Kirchner se vio beneficiada por la generosidad de sujetos relacionados con el negocio. En este ambiente viscoso, no es del todo fácil distinguir entre los dirigentes políticos honestos y los vendidos a los carteles que, lo sepan o no, están colaborando con gente que, de salirse con la suya, harían de la Argentina un infierno. Un presunto paladín de la ética puritana podría terminar siendo un integrante clave de una banda de criminales desalmados, mientras que un político que está bajo sospecha permanente podría ser un enemigo decidido de todo cuanto tiene que ver con la droga. Es por lo tanto natural que muchos den por descontado que virtualmente todos se dejarían comprar, pero es necesario proceder con cautela, ya que es del interés de los narcos desprestigiar a los resueltos a combatirlos.
El que Elisa Carrió haya acusado al jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, nada menos, de ser “el garante político” de los narcotraficantes nos dice mucho sobre el clima tóxico que se ha difundido últimamente por el país a raíz de la llegada a Barcelona de un avión argentino con casi una tonelada de cocaína de alta calidad, pero hasta que la diputada y candidata presidencial haya presentado pruebas concretas de lo que dice, sólo se tratará de una denuncia tremenda más de las muchas que ha formulado en los últimos años. La jefa de la Coalición Cívica se hizo eco de una revelación de Wikileaks: según la embajada norteamericana, el hombre “es perseguido por rumores de corrupción, incluyendo los vinculados con el narcotráfico”. Conn todo, aunque resultara que Aníbal Fernández es tan inocente como jura, no le será dado despegarse de la imagen que se ha formado en torno a su figura. Por lo demás, mal que les pese a la presidenta Cristina Fernández y a quienes la rodean, tanto aquí como en el exterior son muchos los que han llegado a la conclusión de que el “modelo”, basado como está en el “capitalismo de amigos”, es tan corrupto que sería un auténtico milagro que el Gobierno se animara a hacer lo necesario para impedir que pronto surgieran carteles argentinos parecidos a los mexicanos y colombianos que, como ellos, pelearían por el control territorial, con la población “civil” en el papel de consumidores eventuales de sus productos nocivos y rehenes. Exageran los que afirman que la Argentina ya es una “narcodemocracia”, pero a menos que la clase política nacional reaccione a tiempo para fortalecer sus defensas, podría convertirse en una.
La prioridad del gobierno kirchnerista consiste en minimizar el peligro planteado por la droga e insistir en que carecen de fundamento todos los rumores que lo vinculan con el crimen organizado. Desde que estalló el escándalo de la tonelada de cocaína, sus integrantes mantienen cruzados los dedos y rezan para que los españoles digan que la tripulación del avión de la empresa Medical Jet –los hermanos Gustavo y Eduardo Juliá y su compinche Matías Miret– cargó la mercancía en Cabo Verde, no en Ezeiza ni en la base aérea de Morón. De ser así, se dice, en esta oportunidad la Argentina ni siquiera habrá sido el “país de tránsito” de la droga, pero a esta altura los detalles de dicho tipo no impresionarían demasiado a los convencidos de que aquí los narcotraficantes pueden hacer cuanto se les antoja con virtual impunidad, confiados en que nadie los molestará.
No sólo se tratará de la eventual complicidad de los funcionarios responsables de controlar los movimientos de los aviones e inspeccionarlos regularmente para averiguar lo que transportan, sino también de la desidia propia de un Estado al servicio de un Gobierno cuyos miembros están tan obsesionados con la politiquería cotidiana –las internas rutinarias, la evolución de su imagen, y así por el estilo– que no sienten ningún interés por las aburridas tareas administrativas.
Es penosamente evidente que las autoridades españolas no confían del todo en sus homólogas argentinas; seguirán investigando sin prestar atención a las declaraciones esperanzadas de funcionarios como el ministro del Interior, Florencio Randazzo, quien insiste en que la tonelada de cocaína procedió de Cabo Verde, donde hizo escala el avión de Medical Jet. Asimismo, los encargados de la investigación local se han concentrado en interrogar a empleados de la Aduana, la Policía de Seguridad Aeroportuaria y Migraciones, y así han dado a entender que sospechan que no se dieron el trabajo de revisar debidamente el avión, a pesar de que desde hacía tiempo los Juliá y Miret hayan estado en la mira de organismos internacionales antidroga. ¿Complicidad? ¿Negligencia? ¿No falló nada? Puede que nunca sepamos la respuesta a tales preguntas; cuando hay intereses políticos en juego, los tiempos de la Justicia pueden ser maravillosamente elásticos.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.