Raúl Alfonsín dice que en toda su vida nunca vio nada igual. “Es como si no hubiera elecciones, y como si fuese casi un partido de fútbol que se va a jugar, pero nos jugamos mucho, mucho en esta elección”. El ex presidente tiene razón. Con la presunta excepción de quienes sueñan con conseguir un lugarcito cómodo en la gran corporación política nacional, nadie parece querer que se celebren elecciones el 28 del mes corriente. Cristina espera ganarlas con facilidad pasmosa, pero teme que ocurra algo desafortunado que la obligue a ir al ballottage, lo que le sería humillante. Los opositores tienen motivos de sobra para suponer que les aguarda una paliza soberana. En cuanto al electorado, ya decidió hace mucho tiempo que no le interesa el cambio y por lo tanto se niega a dejarse influir por detalles como la corrupción rampante, la inflación en alza continua, una crisis energética que con toda seguridad se agravará y otros temas que en un “país normal” serían más que suficientes como para garantizar la derrota del oficialismo.
¿A que se debe esta situación desconcertante? Tal vez a que lo que en el fondo quiera la gente sea la democracia sin política. Todos concuerdan en que la democracia es buena y que por lo tanto hay que defenderla, sobre todo si la amenazan los militares. En cambio, la política es considerada una actividad casi delictiva que hoy en día sólo puede tentar a cleptómanos, oportunistas hipócritas, mafiosos y farsantes pomposos resueltos a aprovechar la generosidad de los contribuyentes. Se trata de un disparate porque la democracia y la política son inseparables, pero en el país de “que se vayan todos” se ha hecho habitual reivindicar el sistema como tal sin por eso dejar de pensar mal de los encargados de mantenerlo en funcionamiento. Por razones recónditas, quienes piensan así suelen perdonar al Presidente y su esposa. No es que los crean más respetables que sus congéneres. Es que les asusta la crisis que en buena lógica debería estallar si los trataran con el mismo desdén que sienten por los políticos del montón.
Para que la gente se apasione por la política, o cuando menos por las elecciones próximas, es necesario que la mayoría dé por descontado que un ciclo está por terminar y que lo sucederá otro muy diferente. Sería como esperar que las calles y las plazas se llenen de esperanzados que aplaudan rabiosamente a los distintos candidatos y, con lágrimas en los ojos, fantaseen en torno de lo espléndido que sería el futuro nacional cuando su favorito se haya instalado en la Casa Rosada. Aunque pueden detectarse algunas señales de que el kirchnerato tiene los días contados, la mayoría prefiere no darse por enterada por suponer que sería mejor prolongar el momento actual que, si bien dista de ser perfecto, es mejor que los vividos antes de que Néstor Kirchner iniciara su mandato. Mientras tanto, ha puesto la política en el freezer con el propósito de disfrutarla más tarde cuando le atormente el hambre de cambio.
Demás está decir que el más beneficiado por el estado de ánimo así supuesto es el gobierno kirchnerista. Para mantener a raya a la oposición, sólo tiene que advertirle a la gente que sería terrible permitir que el pasado volviera. Con todo, aunque el presidente Kirchner viaja por el país exhortando a todos a votar por Cristina y hablando de lo horrible que sería prestar atención a los odiosos “neoliberales” que se le oponen, no hay por qué creer que el proselitismo frenético de Néstor ayude a la candidata. Antes bien, lo más probable sería que consiguiese la misma cantidad de votos si su marido optara por encerrarse en una de sus casas y guardara silencio hasta la noche del 28. Por su parte, Cristina hace campaña como si aspirara a ganar un escaño en el senado norteamericano o francés. Es verdad que de vez en cuando visita la Argentina y dice cosas que podrían interesar a sus habitantes, pero así y todo no hay duda de que ha dado un nuevo sentido a la expresión “hacer la plancha”. En tiempos no demasiado lejanos, hubo políticos presidenciables que se enorgullecían de su negativa a salir de la Argentina, insinuando que hacerlo no sería patriótico porque los expondría al riesgo de ser contaminados por pensamientos foráneos, pero a pesar de ser la candidata de un gobierno xenófobo Cristina se ha ido al otro extremo.
Aunque el Gobierno da a entender que los viajes frecuentes al exterior de Cristina le han permitido adquirir una imagen apropiada para una estadista de dimensiones internacionales, también han servido para ahorrarle la necesidad de hacer campaña en el país. Otros candidatos procuran estrechar sus vínculos con el electorado, pero Cristina se esfuerza por mantenerse lo más distante posible, acaso por temer que si el electorado la conociera mejor le daría la espalda. Al fin y al cabo, nadie la acusaría de ser una persona carismática capaz de encandilar a multitudes. Tampoco parece muy amable que digamos, ya que según quienes la conocen es tan propensa como su marido a estallar de ira cuando algún insolente se anima a contrariarla, una tendencia que para una candidata en campaña es peligrosa. Sus propuestas no motivan entusiasmo porque consisten en vaguedades piadosas de las que la más repetida es que sería lindo que a través de sus hipotéticos representantes los distintos sectores celebraran una nueva concertación o gran acuerdo nacional, lo que en vista de los resultados de los muchos ensayos corporativos de este tipo que se han tratado de concretar en el pasado no sirve para explicar su aparente popularidad, aparente porque, si bien sería lógico suponer que sea tremendamente popular una candidata que espera arrasar en la primera vuelta, acaso los únicos que sienten fervor por ella sean los que confían en recibir de sus manos algunos pedazos del botín electoral.
Cristina misma no es un misterio porque ha estado en política desde hace mucho tiempo, pero sí debería de ser uno el hecho de que, sin ser carismática ni llamativamente popular, en poco más de tres semanas pudiera triunfar en las elecciones presidenciales por un margen absurdo, inaugurando de esta manera lo que sería una etapa decididamente excéntrica en que el poder se vea compartido por marido y mujer, un arreglo que no tiene precedentes en el Occidente democrático aunque algo similar podría suceder en países asiáticos como la India, Filipinas y Sri Lanka en que es habitual que las esposas de políticos eminentes hereden el negocio familiar. Hubiera sido legítimo suponer que esta novedad y las dificultades que con toda seguridad ocasionará desataran un debate nacional furioso acerca del pro y el contra de tratar la Presidencia de la Nación como un bien ganancial, pero sucede que este alarde de heterodoxia de los Kirchner ha sido aceptado con pasividad como si fuera perfectamente natural.
El electorado es un ser colectivo veleidoso que está acostumbrado a cambiar abruptamente de opinión. Cuando siente que la economía anda bien, es oficialista, de ahí la reelección de Carlos Menem, pero si empieza a hundirse en una de sus crisis esporádicas, no vacila en repudiar al Gobierno que culpa por todos los males habidos y por haber. Cuando esto ocurre, se despierta para sacar la política del freezer no por entender que contiene la causa básica de sus desgracias, sino porque logra convencerse de que cualquier alternativa al statu quo será mejor. Merced al crecimiento rápido de los años últimos que según el Indec aún no ha comenzado a aflojarse, se ha postergado el momento en que la gente quiera cambios drásticos. Si tenemos suerte, no llegará hasta vísperas de las elecciones del 2011. Caso contrario, a Cristina y su consorte les esperarán algunas jornadas bastante desagradables.
Además de verse beneficiados por el desfase entre los tiempos de la política por un lado y los de la economía por el otro, el matrimonio cuenta con la ventaja de ser peronista. Puede que en su fuero interior los dos desprecien el movimiento bullanguero, acomodaticio y a menudo violento que en efecto encabezan, pero saben que no les convendría para nada abandonarlo. La idea poco democrática pero a juzgar por la experiencia realista de que sólo los peronistas están en condiciones de asegurar la gobernabilidad de la Argentina porque en oposición son intratables, les asegura el apoyo no meramente de la clientela pobre que depende del aparato sino también de una franja sustancial de quienes, para parafrasear lo dicho por aquel personaje de Osvaldo Soriano, creen que votar por el peronista más poderoso de turno es una forma de no tener nada que ver con política. En cierto modo, votar por Cristina equivaldrá a votar porque la política no regrese para molestarnos pero, mal que les pese a muchos, tarde o temprano llegará el día en el que se despierte del coma en que se encuentra y se ponga a recuperar el tiempo perdido.