El siglo XX europeo –con una primera mitad basada en la autarquía nacional y una segunda en la integración supranacional– es el marco ideal para observar los efectos de la globalización. En esta primera parte, el autor analiza las enseñanzas y peligros que el modelo europeo pueden dejarle a la humanidad.
Por Fernando Iglesias
as dos mitades del Siglo XX europeo. La construcción de Europa no ha sido un proceso simple, ni lineal, ni completamente democrático. Sin embargo, basta mirar el siglo XX europeo y comparar su primera mitad, basada en la autarquía de las naciones-estado y las soberanías nacionales absolutas, y su segunda mitad, sostenida en el desarrollo progresivo de instituciones supranacionales, para sacar algunas conclusiones evidentes sobre los efectos de ambos paradigmas –el de la autarquía nacional y el de la integración supranacional– en un mundo crecientemente globalizado.
El año 1950 no divide a dos Europas diferentes, sino opuestas: la del hambre, la guerra y el genocidio, por un lado, y la de la paz, la democracia y el progreso, por el otro. Más allá de los errores evitables e inevitables cometidos, los resultados de la unidad europea han sido impresionantes: aproximadamente 15 de los 20 países en los cuales las condiciones de la vida humana son las mejores en el mundo se encuentran hoy en el continente que fue escenario de las mayores tragedias de la humanidad. A la velocidad sorprendente del ritmo de su integración, el continente del cual millones de personas escapaban buscando refugio en el Tercer Mundo se ha convertido en el principal espacio de atracción de emigrantes del planeta. Además, los efectos políticos de la construcción de la Unión Europea han sido tan profundos como sus sorprendentes resultados económicos y sociales. Veamos algunos de ellos.
La capacidad de la UE para establecer un contexto pacífico y cooperativo para la coexistencia humana fue coronada por la derrota del último de los sistemas totalitarios creados durante el siglo comandado por las naciones y por la caída del Muro de Berlín y la Cortina de Hierro, las mayores barreras territoriales existentes entonces en el mundo. En cuanto a las crisis recurrentes que desde su origen siguen surgiendo en el proceso de unificación continental, basta comparar su gravedad con los sanguinarios conflictos y las guerras civiles que han formado parte indivisible de la construcción de las grandes naciones del planeta para concluir que el proceso de unificación europea ha sido extraordinariamente pacífico, rápido y exitoso. Aún más ejemplificador del extraordinario potencial de la unidad federal como vehículo de superación del estado de guerra en una era progresivamente globalizada es el hecho de que los países europeos, llevados a la catástrofe por su ceguera nacionalista y que debido a ella dejaron de ser el centro económico y político del globo, son los mismos que mejor logran hoy defender su estado de bienestar y sus conquistas sociales en un contexto determinado por la globalización de la tecnoeconomía sin simultánea globalización de las instituciones democráticas.
Los resultados extraordinarios obtenidos por la primera experiencia de unificación de escala continental sugieren que la inexistencia de un proceso similar en otras regiones del mundo y la ausencia de un proceso de unificación política global federal y democrático son causa principal de la enorme diferencia entre las condiciones de vida en Europa respecto al resto del mundo; diferencias que eran mucho menos marcadas cuando el proceso de integración europea comenzó desde las ruinas dejadas por las guerras internacionales.
El fin del nation-building en la era global. La historia del éxito de la Unión Europea es simultánea al creciente fracaso de los proyectos de nation-building en un mundo crecientemente globalizado. Esta divergencia puede ser demostrada por un somero análisis comparativo. Entre 1947 y 1951, tres grandes penínsulas fueron reorganizadas políticamente: la península india, la palestina y la europea. Mientras que la Comunidad Europea del Carbón y el Acero fue el primer intento consistente por trascender las estructuras nacionales a través de su integración en una unidad superadora, las otras dos reorganizaciones fueron fundadas en la unidad étnica y cultural del Estado, es decir: en los mismos principios nacionalistas que habían gobernado la reorganización de las fronteras europeas después de la Primera Guerra Mundial, y conducido a la Segunda. Palestina fue dividida en un Israel judío y una Palestina musulmana, e India en una India hindú y un Pakistán musulmán. Los resultados de estos procesos inversos –unitario el primero, separatista los otros dos– fueron los habituales: paz y progreso en Europa e infinitos conflictos en Palestina e India, cuyos efectos directos e indirectos siguen amenazando la paz del mundo.
Esta lección sobre el éxito de la integración regional y el fracaso del nation-building tradicional resultan de especial importancia a inicios del siglo XXI, en momentos en que los dilemas que enfrenta la humanidad se asemejan cada vez más a los que enfrentó Europa a principios del siglo pasado, originados en la tensión creciente e irresoluble entre un aparato tecnoeconómico que tiende a la expansión de sus estructuras, sus capacidades y sus efectos, y un sistema político anclado a las dimensiones territoriales de la nación-Estado. Por motivos comprensibles, esta contradicción resultó ser particularmente destructiva en el continente que era, a inicios del siglo XX, el más avanzado tecnoeconómicamente y el dividido en unidades políticas más pequeñas.
Hoy, cuando las tecnologías han hecho al planeta mucho más pequeño de lo que entonces era Europa, las consecuencias de la inexistencia de la unidad política federal mundial, del carácter meramente nacional/internacional de las instituciones con poderes de alcance global y del consiguiente déficit democrático mundial se miden en términos de cinco grandes crisis: la económica, la ecológica, la demográfica, y las de pérdida de control de la tecnología y debilitamiento del monopolio estatal-nacional de la violencia a gran escala. En este marco, el modelo de la Unión Europea ofrece dos grandes proyectos superadores a la humanidad: 1) el de la construcción pacífica de unidades políticas democráticas continentales y regionales; y 2) el de la ampliación progresiva de la experiencia federalista al plano mundial. Ambos se basan en una mecánica inesperada por quienes siguen pensando en términos nacionales de suma cero, según los cuales las naciones que transfieren parte de sus potestades y poderes a organismos supranacionales los pierden. Es esta una rara idea, según la cual los países europeos deberían ser pobres, injustos y subdesarrollados a diferencia de los sudamericanos, que habiendo sabido preservar sus sacrosantas soberanías nacionales pueden defender mejor los intereses nacionales y el bienestar de sus ciudadanos.
Lo cierto es que la Unión Europea demuestra que la cesión de soberanía hacia entidades supranacionales no lleva a un menor poder nacional, sino todo lo contrario. La fácil objeción de que Europa ha sido siempre un continente rico, y Sudamérica uno pobre, es simple de refutar recordando las masivas migraciones europeas hacia Sudamérica que han constituido la base demográfica de nuestro continente, y que han durado siglos hasta interrumpirse por completo –precisamente– con la creación (1957) de la Comunidad Económica Europea. Dicho lo cual no está de más considerar los aspectos potencialmente peligrosos del proceso de unificación europeo.
¿Del nacionalismo-nacional al nacionalismo continental? (la Unión Europea como fortaleza)
Sin excepción, las peores experiencias de la historia humana se han basado en la reificación y sacralización del binomio surgido de la conjunción entre la nación y el Estado; extensión de las peores características de la etapa tribal en un mundo determinado por el avance tecnológico acelerado. No por casualidad, tanto el énfasis hegeliano en el Estado como la obsesión fichteana por la nación expresaron en el plano filosófico la apertura de una era de rechazo al anterior paradigma humanista kantiano por el cual cada hombre era un fin en sí mismo. El nacionalismo, que fue una ideología y práctica progresista e inclusiva durante el pasaje de las comunidades agrarias, monárquicas y feudales a las sociedades nacionales, democráticas e industriales, se transformó en fuerza reaccionaria apenas la segunda revolución industrial sobrepasó los estrechos límites nacionales.
Fue el fin de la Belle Époque en 1913 y el sucesivo auge del proteccionismo comercial, de la exaltación de las especificidades étnicas y culturales nacionales y del nacionalismo belicista, los que llevaron en 1914 a la Primera Guerra Mundial de la Historia y los que reorganizaron después Europa bajo paradigmas similares; como si los valores que habían llevado a la tragedia fueran capaces de repararla. Significativamente eliminados de la memoria colectiva, inmediatamente después del fin de la Primera Guerra tuvieron lugar cuatro congresos paneuropeos (Viena 1926, Berlín 1930, Basilea 1932 y Viena 1935) que fracasaron en su intento de construir una Europa unida e inmune a nuevas tentaciones bélicas. Su fracaso fue parte indivisible del crecimiento del nazifascismo y del comienzo del proceso que llevó a la Segunda Guerra, definida por el intento de unificar Europa bélicamente por iniciativa de su Estado nacional más poderoso. Hoy, repitiendo la parábola del mal reprimido que, expulsado por la puerta, retorna por la ventana, la Unión Europea corre el riesgo de olvidar sus fundamentos abiertos y cosmopolitas y caer en su negación mediante la construcción de un nacionalismo continental reconocible bajo el proyecto “Fortaleza Europa”.
La construcción de la Unión Europea, el acontecimiento social y políticamente más progresista del siglo pasado, representa hoy tanto un paso hacia la universalización de la democracia y la superación de los marcos nacionales como la última forma de mantener contenida dentro de marcos territoriales la regulación y coordinación de procesos sociales que los están sobrepasando. El Apartheid continental a través del cual los europeos intentan proteger sus prerrogativas a la residencia y el empleo; la criminalización de los emigrantes ilegales; los pogromos en contra de los extra comunitarios; la difusión de un nuevo tipo de antisemitismo pseudoizquierdista; la reaparición de sectas neonazis y el ascenso de líderes populistas y autoritarios, entre otros muchos episodios preocupantes, constituyen una señal de alarma sobre el carácter que puede asumir un nacionalismo continental europeo, y son una traición escandalosa a los principios políticos en los cuales fue fundada la unidad del continente: derechos humanos universales, paz, cosmopolitismo, libre circulación de personas y bienes, democracia supranacional y abolición de fronteras.
No es la disgregación el único mal que amenaza el futuro de Europa. Mediante el método de resucitar a nivel continental los dos demonios inseparables que gobernaron la primera parte del siglo XX: la nación y el Estado, una Unión Europea concebida como nacionalismo estatizante y continentalmente extendido puede repetir en el siglo XXI la parábola descendente descripta por sus propios estados nacionales en el siglo XX. El éxito obtenido por la Unión Europea constituye hoy la principal amenaza a su continuidad y existencia. Previsiblemente, su desarrollo repite el ambivalente doble sentido que caracterizó la construcción de naciones. Por un lado, el proceso de ampliación de las fronteras políticas a la escala continental es un decisivo paso adelante en el camino hacia un orden político mundial mejor coordinado y más universal e igualitario. Por el otro, una vez consolidado, el nacionalismo continentalista que expresa el proyecto Fortaleza-Europa puede destruir –como ayer hicieron sus antecesores nacionales– los valores sobre los cuales ha sido fundado.
En este contexto, resulta significativa la polémica sobre el verdadero carácter de la Unión Europea. Se trata de un Estado en formación, sostienen algunos. Es un Imperio, dicen otros. Hemos creado Europa, debemos ahora crear los europeos, sostienen muchos defensores del Demos europeo, parafraseando –acaso sin saber– la célebre frase de Massimo D’Azeglio en la primera sesión del Parlamento Nacional Italiano e ignorando adónde llevó esa aventura en pocas décadas. Modestamente, sostendré aquí la idea de que la Unión Europea no es un Estado, ni una nación en formación, ni mucho menos un imperio. La Unión Europea es una República; esto es: un sistema integrado de toma de decisiones políticas basado en una estructura institucional regida por el estado de derecho; la primera de su tipo de escala continental, cuya historia reciente ha demostrado la posibilidad de construir poderes democráticos supranacionales sin necesidad de crear ningún tipo de Leviatán estatal.
Contrariamente al sentido común nacionalista-estatista de la época que fenece, todo movimiento hacia la proliferación de una burocracia centralizada europea, hacia la promoción de una identidad cultural uniforme, hacia la creación de un ejército strictu sensu y la militarización de fronteras constituyen un retroceso de la naciente República Europea hacia la nación y el Estado sobre cuya superación paulatina se edificó su unidad cosmopolita y progresivamente federalizada. Por eso, cada vez que Europa enfatiza su unidad económica y política, su estado de derecho, la centralidad y empoderamiento de su Parlamento, la soberanía de sus ciudadanos, su corpus de derechos ligados a una ciudadanía supranacional y su federalismo subsidiario, encarna una potente fuerza progresista capaz de modificar sustantivamente el paisaje global. En cambio, cada vez que la Unión se refugia en su supuesta identidad colectiva, impulsa su uniformidad cultural, apuesta por su seguridad territorial y militariza sus fronteras, traiciona su propio legado y desencadena eventos material y simbólicamente destructivos.
Visto en términos globales, la generalización a escala global de unidades continentales de grandes dimensiones regidas por una ideología nacionalista-continental llevaría además a un escenario global potencialmente explosivo. Un planeta dividido en tres grandes unidades (digamos: la Unión Europea + África, el NAFTA + Sudamérica, y el ASEAN liderado por China y Japón), todas ellas definidas por sistemas de toma de decisiones continentales, mercados económicos proteccionistas, recursos militares unificados y un fuerte llamado a la identidad cultural conllevaría otra vez a la convergencia territorial de economía, cultura, política y ejércitos que fue la base de las convulsiones bélicas del siglo XX.
Dado que Europa y Japón difícilmente acepten seguir siendo gigantes económicos y enanos militares, la oposición a la hegemonía militar estadounidense ofrece pues dos alternativas opuestas. La primera alternativa lleva a una militarización supuestamente equilibrada de la sociedad mundial a través de la continentalización de la estatalidad y el nacionalismo, ampliando a escala mundial las líneas que propone el proyecto de la Fortaleza-Europa. Difícilmente su resultado sería diferente del obtenido hace un siglo. La segunda debería llevar a una progresiva desmilitarización del planeta a través de etapas consecutivas gobernadas por el paradigma de “paz mediante la unidad” que constituye el legado principal de la Unión Europea al mundo.
*Fernando A. Iglesias. Diputado nacional de la Coalición Cívica y autor de “Globalizar la democracia”.