Mal que les pese a Barack Obama y sus compatriotas, durará poco la euforia incontenible que se apoderó de ellos al confirmarse la muerte de Osama Bin Laden, fusilado por los miembros de un “pequeño equipo” militar que penetró en Pakistán sin pedir permiso al gobierno local. Por eficaz que resultó ser el operativo que puso fin a la vida física del enemigo más notorio de los Estados Unidos y de muchos otros países, lo que el mundo recordará es que por más de quince años Bin Laden logró frustrar todos los intentos de matarlo de las fuerzas militares, policiales y de inteligencia de la superpotencia reinante y de sus aliados. La verdad es que nunca antes se había gastado tanto dinero y esfuerzo para eliminar a una sola persona. Según Obama, el que dio a entender que el ajusticiamiento del guerrero santo más emblemático de todos fue en buena medida obra suya, lo hecho por los Navy Seals mostró que los Estados Unidos son implacables y que siempre “pueden hacer lo que se propongan”; otros habrán quedado más impresionados por lo difícil que les resultó dar con el paradero del responsable de una multitud de ataques terroristas.
Bien antes de los atentados demoledores del 11 de septiembre del 2001 que abrieron un nuevo capítulo en la historia agitada de nuestra especie, Bin Laden estaba en la mira de los norteamericanos. Por motivos de política interna, en 1998 el presidente Bill Clinton, en aquel entonces involucrado en el escándalo ocasionado por su relación con Monica Lewinsky, vaciló en ordenar a los especialistas en tales menesteres encargarse de Bin Laden cuando este tenía su cuartel general en Sudán; en diciembre del 2001, el islamista pudo escapar de las tropas norteamericanas que lo rodeaban en las montañas de Tora Bora en Afganistán; más tarde, se mudó al caserón de las afueras de la capital de Pakistán, a algunas cuadras de la academia militar principal de dicho país, donde el domingo pasado los cazadores lo atraparon. Puesto que Pakistán posee un arsenal nuclear, los norteamericanos no tienen más alternativa que fingir creerlo un aliado confiable, pero saben que en cualquier momento podría traicionarlos.
Cómo será la vida póstuma de Osama Bin Laden? Sería reconfortante suponer que se asemejará a la de Adolf Hitler cuyos admiradores, en el Occidente por lo menos, suelen ser matones lumpen despreciados por casi todos, pero es más probable que, lo mismo que Ernesto “Che” Guevara, el fundador de Al Qaeda (“la Base”) sobreviva en la imaginación de muchos como el símbolo de una rebelión acaso cruel pero así y todo comprensible contra un orden internacional terriblemente injusto. Si bien parecería que en el mundo musulmán solo una minoría, una que últimamente se ha reducido cada vez más, aún siente entusiasmo por las proezas sanguinarias de Bin Laden y sus partidarios, no sorprendería que en los años próximos el islamismo militante que representó resultara más atractivo, y que, como ocurrió en el caso de “el Che”, los seducidos por su presunto idealismo pasen por alto lo que efectivamente hizo y minimicen el significado de su voluntad de transformar a sus seguidores en máquinas de matar.
Bin Laden fue un gran simplificador. Subordinó todo a su propia interpretación –en opinión de los especialistas bastante ortodoxa– de los textos sagrados del Islam que según los creyentes fueron dictados a Mahoma por Alá. Como todos los comprometidos con esquemas políticos o religiosos rígidos, fue por principio un genocida. Es fácil mofarse de su aspiración a recrear un “califato” regido por las normas de más de mil años atrás que una vez consolidado emprendería la conquista del mundo entero, pero sería un grave error no tomarla en serio. La historia reciente está llena de tragedias inmensas provocadas por intentos de concretar fantasías ideológicas –un imperio racista germánico o nipón, un mundo tan colectivista como una colonia de hormigas–, que a primera vista parecen absurdas.
Muchos han notado, con una mezcla de satisfacción y alivio, que las rebeliones que están convulsionando a casi todos los países árabes han tenido poco que ver con el fanatismo religioso, y que apenas hay señales de la presencia de Al Queda entre “los jóvenes” que desalojaron a los dictadores de Egipto y Túnez y quieren derrocar a sus equivalentes en Siria, Yemen, Bahrein y otros lugares, aunque sí las hay de la de los integristas puritanos supuestamente domesticados de la Hermandad Musulmana. Sin embargo, aunque los manifestantes árabes están reclamando democracia y reformas económicas, o sea, quieren que sus países se parezcan más a los occidentales, es nula la posibilidad de que los eventuales cambios sirvan para aplacarlos. Aun cuando el “mundo árabe” se entregara plenamente a la democracia y sus futuros gobernantes manejaran sus respectivas economías con habilidad excepcional, muchos millones de personas se sentirían defraudadas por los resultados. Desgraciadamente para ellos, la brecha que separa sus expectativas más modestas de la realidad deprimente que les aguarda seguirá siendo abismal.
El movimiento del que Bin Laden fue (es) el líder más notorio es producto de la humillación, del rencor de quienes se saben superados por rivales históricos que siempre han desdeñado. Según todos los indicios cuantificables, tanto los económicos como los culturales y sociales, los pueblos musulmanes, comenzando con los árabes, se ven rezagados en comparación con otros. Lo que parece peor todavía a quienes se enorgullecen de un pasado guerrero es que un Estado judío, Israel, sea militarmente más poderoso que todos sus vecinos combinados a pesar de contar con una población llamativamente menor. La existencia de Israel les sería más tolerable si se tratara de un país pobre y atrasado gobernado por un déspota, pero, por supuesto, no lo es en absoluto. Por el contrario, es un monumento a lo que son capaces de hacer hombres que no temen a la modernidad forjada por Europa, de ahí el odio asesino que sienten no solo los árabes palestinos sino también sus correligionarios de lugares tan alejados como Malasia.
A diferencia de los japoneses primero y, un siglo más tarde, los chinos, ningún pueblo musulmán ha sabido responder al desafío planteado por el dinamismo occidental, incorporando a su propio acervo lo necesario para progresar materialmente sin por eso renegar por completo de sus tradiciones. No pueden romper con el pasado porque el Islam, un credo que es mucho más conservador que cualquier variante del cristianismo, no lo permite. En vez de soltar amarras, muchos se aferran con tenacidad al culto que, entre otras cosas, les enseña que por decisión divina son los mejores y por tanto están destinados a reinar sobre todos los demás tal y como hacen en Pakistán, Afganistán, Irán, Irak, Arabia Saudita, Egipto, etcétera, países en que los cristianos, y ni hablar de los judíos e hindúes, son ciudadanos de segunda o tercera que pueden ser masacrados con virtual impunidad.
Bin Laden lideró uno de los muchos batallones que están librando una guerra santa contra el Occidente y todo cuanto representa. Aunque en los años que siguieron al ataque mortífero contra los Estados Unidos que motivó escenas de júbilo a lo ancho y lo largo del inmenso mundo islámico su propia estrella propendía a apagarse, en parte porque era musulmana la mayoría abrumadora de las víctimas de su salvajismo, su ejemplo inspiró un enjambre de grupos de ideología afín y una cantidad enorme de individuos, sobre todo en las nutridas colectividades musulmanas que se han establecido en Europa y América del Norte donde muy pocos las quieren.
Los norteamericanos acaban de matar a Bin Laden, pero no les será nada fácil matar la idea, la del renacimiento del Islam debidamente purificado, libre de excrescencias procedentes de otras culturas, que encarnó. Muchos lo entienden, razón por la que algunos funcionarios sobrios hablan de una guerra “contra el terror” –se resisten a vincularlo con el Islam aunque nadie ignora cuál clase de terror tienen en mente– de treinta años o de cien años.
Lo mismo que los europeos, los dirigentes norteamericanos más respetados apuestan a que tarde o temprano los musulmanes que los toman por enemigos mortales entiendan que en verdad son sus amigos, que lo único que quieren es que depongan las armas y acepten integrarse al “mundo moderno”. Huelga decir que la actitud conciliadora asumida por occidentales que, como Obama y el primer ministro británico David Cameron, atribuyen todos los problemas musulmanes a los errores y crímenes perpetrados a través de los siglos por sus propios países, es contraproducente. Además de convencer a los islamistas más agresivos que el Occidente es un gigante fofo y cobarde –“luego de pensarlo, la gente siempre preferirá un caballo fuerte a uno débil”, decía Bin Laden–, a los demás les suena condescendiente, como si se tratara de palabras pronunciadas por un adulto deseoso de engañar a un niño. Con todo, parecería que la humildad untuosa propia de los “multiculturalistas” está pasando de moda y que en adelante los europeos por lo menos se abstendrán de pedir perdón por ser más ricos, más poderosos y más respetuosos de los derechos ajenos que sus interlocutores musulmanes, lo que en el corto plazo podría dar lugar a más conflictos pero que a la larga posibilitaría cierto grado de convivencia.