urante décadas, la denominación “oligarquía” se ha utilizado como el peor insulto político que pueda administrarse en nuestro país. La compenetración entre la fracción más poderosa del sector agropecuario y las dictaduras militares que asolaron el país desde 1930 creó buenas razones para asociar este calificativo a la producción rural, y originó una versión retrospectiva de la Historia que enlaza acríticamente la conformación de una casta aristocrática a cargo del ejercicio dictatorial del poder con las rentas derivadas de la posesión de la tierra. Ahora bien, esta teoría merece algunas actualizaciones.
Las primeras tres oligarquías. Si bien históricamente la distribución de la tierra en la Argentina fue arbitraria, ligada al grado de poder familiar y a la participación en el despojo a los aborígenes, y tendió a la concentración (el latifundio y la producción extensiva, por contraste con el modelo del farmer, esa PyME familio-intensiva estadounidense), el extraordinario éxito de la Argentina agropecuaria precentenario no se derivó limpiamente de la productividad de las pampas feraces sino de una serie de intervenciones decisivas en el aumento de su productividad, que iban desde el alambrado hasta la importación de ejemplares de las mejores razas, pasando por la construcción de molinos, caminos, silos, ferrocarriles, elevadores y puertos. En este sentido, dada la inexistencia de pasados feudales y de plantaciones esclavas, la denostada oligarquía agraria fue la primera forma que asumió la burguesía nacional, siempre añorada y jamás comprendida en las condiciones reales de su desarrollo en el país.
Basta hacer hoy un repaso de los apellidos propietarios de las mayores extensiones de tierra y de los grandes empresarios de nuestro agro para observar la melancólica ausencia de los apellidos patricios de la arcadia pastoral argentina y la proliferación de gringos laboriosos, cuya segunda o tercera generación ha llegado al tope del ranking mediante la transformación del modelo extensivo y de pastoreo vacuno y ovino en una agricultura intensiva con alta incorporación de trabajo intelectual (organismos genéticamente modificados, siembra directa, tractores con GPS y sistema de conectividad con los mercados globales).
Cuando en ocasión de la crisis del 2008, el partido en el poder mentó la “oligarquía vacuna” aludió a un fantasma, demostró su incomprensión de lo sucedido en las últimas décadas en el interior argentino y su entusiasmo por manejarse con esquemas ideológicos en el peor sentido de la palabra. Sin embargo, la mención fue cualquier cosa menos inocente. En efecto, estaba destinada a encubrir la existencia y funcionamiento de las nuevas oligarquías que manejan el país con despiadado apego a sus propios intereses y descarada vocación de disfrazarlos como intereses generales. Nada nuevo bajo el sol, podría decirse, ya que el rasgo distintivo de toda oligarquía para obtener y conservar el poder es su capacidad de instalar una hegemonía, en términos gramscianos, según la cual el proyecto nacional de un sector económico es presentado, impulsado y defendido por todos los medios con el argumento de que es el que mejor conviene a los intereses generales del pueblo y de la nación. En esto, y no en otra cosa, estriba la tan difundida idea del “proyecto nacional”, que –desde el programa de la generación del ’80 a las aporías kirchneristas, pasando por los planteados desde Lugones hasta Jauretche– constituye el eje invisible que ha dividido el escenario nacional en sus grandes polaridades políticas.
Campo vs. industria (la batalla entre la primera y la segunda oligarquías). Nada hay de extraño en que el sector más dinámico de la economía se adueñe del liderazgo, subordine a los demás e impulse al país hacia el progreso, la prosperidad y el futuro; con la sola condición de que se trate –efectiva, y no declarativamente– del sector más dinámico y con futuro, y que al apoderarse del liderazgo impulse al país en su conjunto hacia el progreso y la prosperidad, incluyendo a todos los sectores de la producción. Es esto, precisamente, lo que el denostado sector agropecuario logró hacer en los tiempos del primer centenario, constituyéndose en la primera manifestación de una burguesía nacional existente en la historia del país, y lo que ningún otro supo emular después de su ocaso, cuando el modelo de producción de riqueza basado en la explotación de los recursos naturales y la competitividad pampeana –asociada en la Argentina con la hegemonía mundial de Inglaterra– se agotó y el país perdió en un solo momento su modelo productivo, su inserción en el mundo y su “proyecto nacional”, sin que hasta ahora haya encontrado la manera de reemplazarlos. Es precisamente aquí donde se origina la queja industrialista contra la oligarquía agraria, dada su insistencia en mantenerse en el centro de la escena a pesar de la decadencia de las razones que justificaban su anterior dominio hegemónico, estrategia de la cual el partido Conservador, primero, y el partido militar, después, fueron los agentes políticos. Lo que el industrialismo desarrollista autoproclamado como reemplazo de la hegemonía agropecuaria jamás dice, lo que la versión revisionista nacionalista-populista de la Historia siempre oculta, es que la pretensión de mantener el poder que se detiene es regla inevitable de la Historia universal y no un producto original de la maldad de la oligarquía vernácula. De manera que poco puede achacársele al ancien régime agrario cuando el nuevo, industrialista, se demostró completamente incapaz de desarrollar las fuerzas productivas y de liderar el país hacia su futuro, originando, en su persistente fracaso, ese lamento orientado hacia el pasado que constituye el rasgo distintivo de los perdedores y frustrados hombres solos que esperan.
Más allá de las inevitables consecuencias que el intento de prolongar, irracionalmente y a contramano de los desarrollos científico-tecnológicos, la hegemonía de un sector anteriormente dinámico, el intento de demonizar a la oligarquía vacuna cumplió –y cumple– el objetivo de ocultar la existencia de las dos oligarquías que fallidamente reemplazaron a la agraria en el control del país. De la primera de ellas hay poco de nuevo que agregar: al contrario de lo sucedido en países “nuevos y vírgenes” como Australia, Canadá y los Estados Unidos, la burguesía industrialista argentina negó la dinámica complementaria de desarrollo entre campo e industria, no comprendió que un campo próspero constituía una enorme oportunidad para la producción de tractores, vagones de ferrocarril, agroquímicos y camiones, instaló una noción de suma cero basada en la necesidad de optar por el desarrollo agropecuario o por el desarrollo industrial, terminó consolidando un modelo productivo que a fuerza de sobreprotecciones de todo tipo –aranceles, subsidios, obsequios financieros disfrazados de crédito, vista gorda para la evasión, el trabajo en negro y la depredación ambiental– acabó como todas las sobreprotecciones: con la inmadurez permanente del protegido, su incapacidad para enfrentar los desafíos del mundo existente, su dependencia de las prebendas de papá-estado, su parasitismo y raquitismo estructurales, y su permanente tendencia al victimismo y la autoconmiseración. Sus sucesivas etapas evolutivas, que se fueron sumando a las anteriores en un penoso decantado, comenzaron con las industrias asociadas al boom agropecuario, siguieron con las de la sustitución de importaciones, incorporaron y telurizaron a varias multinacionales, continuaron en plena dictadura con los grupos económicos nacionales ligados a los contratos de obra pública y la “privatización periférica” de las empresas del estado sin por eso abandonar las peculiaridades de un industrialismo deformado, incapaz de instaurar una verdadera hegemonía progresista debido a su cortoplacismo y facilismo derivados de esa variante local de la maldición de los recursos naturales asociada al petróleo verde.
La tercera oligarquía. De las ruinas del país que dejó esa elite industrialista, cuyo apogeo originó un poderoso proceso democratizador en todo el mundo, pero que en nuestro país fue tan demagógica y populista en su superficie como oligárquica en su sentido más profundo, surgió una tercera oligarquía, hoy en el poder. Gran parte de ella se afirmó con la debacle del proyecto industrialista-proteccionista-estatista del alfonsinismo que concluyó en la hiperinflación de 1989-90. Otra, cuyas partes se habían desarrollado incipientemente en las periferias económicas y políticas del menemismo, la completó y reemplazó después de la segunda gran debacle nacional: la del ocaso de la Convertibilidad, iniciado con la segunda presidencia Menem y concluido en diciembre del 2011. Se trata de una oligarquía pragmática y posmoderna –líquida, diría Baumann– que ha comprendido perfectamente que en el mundo globalizado las redes informales y los sectores de producción intangible –y no las instituciones, ni las estructuras materiales– son la verdadera fuente del poder. Por eso no son fieles a ningún modelo productivo y a pesar de clamar por el slogan de moda (los servicios, en los ’90; el país industrial, hoy) no dudan en hacer dinero como una gigantesca sanguijuela: extrayéndolo directamente de las relaciones de poder; ya sea mediante la especulación inmobiliaria y financiera, la compra de propiedades agropecuarias, la construcción de hoteles cinco estrellas, el apoderamiento del petróleo y los juegos de azar, y el uso del estado como parte de su acervo patrimonial.
La tercera oligarquía tampoco está apegada a una visión ideologizada en el eje derecha-izquierda o estatismo-privatismo: por eso se han proclamado privatistas en la década anterior y estatistas en esta, haciendo excelentes negocios tanto con las privatizaciones como con las estatizaciones y parasitando tanto el estado como a las grandes corporaciones. Eran eficientistas y productivistas en los noventa y son seudorredistribuidores hoy, con iguales resultados desastrosos tanto en términos de la competitividad nacional como de reparto de la riqueza social. Han sustituido la red formal de instituciones (el Congreso, la Justicia, las organizaciones civiles y hasta las aduanas y embajadas) por una red de instituciones informales, de las cuales la mafia, el kiosco y la patota son los modelos organizativos. Hablo de mafia como casta de dirigentes enquistados en una institución parasitada contra sus fines originales y usada en beneficio privado. Hablo de los kioscos preparados para administrar los negocios turbios de esa mafia y de las patotas a cargo de la defensa violenta de la mafia y de su kiosco; todos ellos perfectamente provistos de circunspectos o mediáticos funcionarios y de escandalosos dispositivos: la caja, el peaje, el recaudador, el valijero, el bufón, la barra brava.
La ANSES se ha convertido en una caja de redistribución de la pobreza; la AFIP en una agencia de chantajes; el INDEC y el sistema de medios públicos en una empresa de publicidad. Mientras que la retórica de la tercera oligarquía apela a la consigna de que “El Estado –con mayúsculas– somos todos”, su accionar se distingue por la privatización inconfesable del Estado y su incorporación secreta a los bienes privados de la tercera oligarquía, según el mecanismo señalado por Max Weber en sus escritos sobre el patrimonialismo. Se trata de un mecanismo propio de la monarquía, que consideraba al territorio y a los bienes estatales como propiedad de familia: coto de caza, reserva turística y prenda de negociación política y comercial.
Productivamente, mientras la retórica de la tercera oligarquía apela a la visión idealizada de la metalmecánica de mediados de siglo, su eje estratégico ha sido el de engrosar las filas de los grupos económicos con concesionarios propios y pactar con las corporaciones –nacionales, extranjeras o globales que fuesen– organizadas alrededor de licencias de corso otorgadas por el Estado. En efecto, su éxito comunicacional ha sido el de presentarse como defensora del Estado frente al mercado: un mensaje no sólo dirigido a los millones de ingenuos que creen que el modelo hegemónico tercer-oligárquico acaba en algún tipo de revolución irredentista, sino a los mismísimos sujetos corporativos, ante los que se enfatiza la idea de que el poder económico en la Argentina depende sobre todo de “la política”, aristotélica expresión. “Hemos puesto a la política en el corazón de los procesos económicos”, en palabras del diputado Agustín Rossi que recuerdan a los agentes del mercado que el poder económico en la Argentina depende de las decisiones del poder político, lo que es aún más cierto en coyunturas de relativa bonanza en el sector externo y el fiscal. De allí que los actores económicos actúen en consecuencia a menos que la intervención estatal supere su umbral de tolerancia, amenace sus propiedades o su acumulación de ganancias y pueda ser enfrentada con éxito. Todos comprenden que el edificante discurso del país parecido a Alemania y del capitalismo competitivo e innovador enmascara la realidad de una industria que prefiere créditos blandos, controles ambientales inexistentes, la ANSES y la CGT mirando hacia otro lado y la AFIP apuntando hacia otros sectores, más aranceles proteccionistas que desentonarán con el discurso integracionista pero aseguran mercados cautivos. De allí que a pesar de que el mercado brasileño es casi cuatro veces mayor que el argentino y el valor del Real dobla el del peso, el industrialismo argentino no suele reclamar el abatimiento mutuo de barreras para poder invadir con trabajo argentino a nuestros vecinos, sino que se repliega en el más elemental mercantilismo proteccionista que, en pleno siglo XXI, nadie pueda imaginar.
La batalla entre la segunda y la tercera oligarquías.
Basta escuchar el discurso anticorporativo que emana el poder de hoy para adivinar el contenido real de su lucha “anticorporativa”: el reemplazo de la hegemonía de las viejas oligarquías y corporaciones por las nuevas. Algunas de ellos son sobrevivientes momificados del pasado nacional: gobernadores de provincias feudalizadas por el atraso voluntario o jeque-arabizadas por el petróleo, barones de un conurbano devastado por la descomposición social de los reductos territoriales de la oligarquía industrial, caciques sindicales que creen haberse convertido en la nueva burguesía nacional, capitanes de industria convertidos en directores de los cruceros de placer en que navegan sus antiguos socios y nuevos patrones. Otros son personajes casi enteramente nuevos, que han obtenido poder, fama y dinero a través de su suceso televisivo, su control de una organización deportiva, su ascenso en las instituciones formales, su provisión de servicios (contactos, violencia, propaganda, justificación ética) a la estructura dominante de poder. Se trata de una nueva oligarquía cuyo centro es la más poderosa de las corporaciones argentinas: la corporación política, globalmente rechazada en 2001 con el argumento facilista del “que se vayan todos” y retornada al poder en una mutación digna de un ente de ciencia ficción dada su capacidad de engullir los reclamos contra ella y convertirlos en combustible propelente de su nueva mutación. Se trata de la tercera oligarquía, cuyo programa de autocelebraciones incluye, sólo para este año, el Bicentenario, el fútbol para todos y el triunfo en el campeonato mundial.
Para cualquiera que observe con atención, las madres de todas las batallas, esto es: los conflictos alrededor de las retenciones y la ley de medios, condensan la disputa entre esta tercera oligarquía con las mutaciones de las hegemonías anteriores: la agropecuaria y la industrialista, cuyos referentes ideológicos han sido los diarios La Nación y Clarín, respectivamente. La gran diferencia, la enorme diferencia con cualquier país en el cual la palabra progresismo tiene algo que ver con la palabra progreso, es que aquí, en el choque entre sistemas hegemónicos, los más recientes son los más obsoletos y antimodernos. En efecto, la oligarquía vacuna se ha metamorfoseado en un sector agrario competitivo y con empresas grandes, medianas y pequeñas que incorporan conocimiento, información, innovación y comunicación a sus producciones y por ello podrían subsistir en cualquier lugar del mundo por sí mismas, sin ayuda ni prebendas del Estado. Nada se parece más –otra vez– a una moderna burguesía nacional que el campo, con su orientación productivista y no especulativa, su apego a la inversión tecnológica, su tendencia a la reinversión local de las ganancias y su sustentamiento del trabajo nacional. La oligarquía industrialista ya está peor, siendo hoy un mixto compuesto por pocas empresas razonablemente competitivas y un enorme núcleo de compañías vaciadas de capital físico y simbólico, que no podrían resistir un año en ningún lugar del planeta, que subsisten gracias a los impuestos que pagan otros y al trabajo en negro y los subsidios a la ineficiencia, y cuyos empresarios multimillonarios viven del chantaje a la sociedad y a los gobiernos con la amenaza de la desocupación. La tercera oligarquía, claramente congregada alrededor del poder del kirchnerismo –nueva nave insignia del Pejota, gran Partido Conservador del siglo XXI– es ya impresentable; ya sea por sus niveles de atraso como de clientelismo y corrupción. Ante todo, resulta apabullante su manifiesta incapacidad de liderar el país hacia el mundo y el futuro mediante la formulación y aplicación de un proyecto progresista con progreso que incorpore la Argentina a la globalizada sociedad de la información y el conocimiento del siglo XXI, en lugar de seguir aplicando esas ideas sólo al campo de los negocios privados mientras se entonan declamaciones a la patria industrial y se trabaja para el fracaso del país, único contexto en el que esa mediocridad excelente que ha caracterizado la Argentina de los últimos veinte años puede permanecer al tope del poder y la escala social.
La insistencia por presentar a sus actuales representantes en contradicción furiosa con sus antecesores de la década pasada es también significativa por la razón contraria, ya que se origina en el ansia por encubrir las evidentes similitudes. Similitudes no sólo derivadas de la demostrable participación de sus mayores dirigentes en ambas épocas y por la continuidad de sus núcleos de apropiación del poder y la riqueza (completamente independientes de su supuesta contradicción en el plano discursivo-argumentativo-justificativo) sino evidentes en sus estilos de vida, sus preferencias culturales y sus relaciones sociales. Una elite que cambió a París por Miami como capital cultural de la República, como señaló Edgardo Cozarinsky; y que cambia con gusto una velada en el Colón por el baile del caño. Una elite “alla rovescia”, preocupada por hacer de la mediocridad una causa nacional y de renunciar a todas sus responsabilidades como clase dirigente recubriendo esa renuncia con mitos populistas de identidad entre dirigentes y dirigidos que esconde que la distancia entre Puerto Madero y la villa 31 es cada vez más grande, a pesar de su vergonzante proximidad.
La cuarta oligarquía. Ha sido la tercera oligarquía la que se ha llevado puestas las esperanzas del país y de sus ciudadanos, y construido un sistema de mérito social basado en el demérito individual; una suerte de filtro al revés que hace que los más corruptos, autoritarios y obsecuentes sean los únicos capaces de ascender la escalera del poder real. Ya no se aplica lo de “lo mismo un burro que un gran profesor”. Lamentablemente, ahora son los burros casi los únicos que prosperan. Cuando la tercera oligarquía sostiene que los intereses corporativos se oponen al desarrollo nacional y que “el problema del país son los ricos” dice la mitad de la verdad, ya que omite que se trata de sus propios intereses corporativos y que aquellos ricos que constituyen el principal problema nacional militan en sus propias filas.
Es esto lo que está en juego en los próximos años, decisivos para la Argentina desde que una cuarta oligarquía, más destructiva y feroz que todas las anteriores, ha hecho su irrupción en la escena nacional. En efecto, el proceso de cooptación de las elites de la tercera oligarquía por las mafias del narcotráfico ha comenzado desde hace años y se acerca a un punto de no retorno. El advenimiento de la cuarta oligarquía amenaza así consolidar las peores características de la sociedad nacional y someter a la Argentina a un proceso por el que ya ha pasado Colombia y está pasando México. He aquí otro divisor de aguas que supera en la realidad nacional la polaridad del eje derecha-izquierda, definiendo el carácter progresista o reaccionario de cada fuerza política y cada dirigente empresarial, político o social, según su adhesión u oposición al proyecto hegemónico derivado de la tercera oligarquía y que el anuncio de la cuarta amenaza completar.
Es este el eje que explica el mapa de las últimas elecciones y definirá también el de las futuras, entre los varios núcleos progresistas razonablemente integrados a la producción global y que miran el futuro y el mundo con esperanzas, y los restos en descomposición de la Argentina del fracaso agrupados en torno al oficialismo, quienes comprenden perfectamente que sólo este puede darles la coordinación y la cobertura política que necesitan para prolongar su hegemonía y concretar, ahora sí, la entrega del país en manos de una corporación criminal global.
* DIPUTADO NACIONAL de la Coalición Cívica y autor de “Globalizar la democracia”.