Ya muerto y en la profundidad de su bóveda familiar, en el Cementerio de la Chacarita, a Juan Domingo Perón le serrucharon las manos –símbolo majestuoso del máximo conductor–, le quitaron un anillo –con el supuesto número de su cuenta en Suiza–, la espada militar, su capa y una carta escrita por su última esposa, María Estela Martínez.
Ya muerto y en la profundidad de su bóveda familiar, también le atribuyeron una hija indemostrable –la ya fallecida Marta Holgado–, un nuevo lugar de nacimiento –Roque Pérez, en vez de Lobos–, un linaje aborigen –habría sido hijo natural de la india tehuelche Juana Sosa– y el misterio siempre latente de una profanación.
Cuando el domingo 6 de julio cuatro hombres hurtaron de la casa del juez Alberto Baños las casi 700 fojas de todo lo actuado desde la reapertura de la causa en 1994 –hoy recuperable por fotocopias en un noventa por ciento–, la intimidación fue clara: limpiando el rastro de sus pisadas, los desconocidos forzaron la puerta, desactivaron la alarma y junto al expediente se llevaron su notebook, agenda y teléfono celular. Ni los bienes ni el dinero al alcance fueron tocados. “El caso de las manos de Perón se acabó”, habían gritado dos desconocidos cerca de un pariente del juez unos días antes del robo. Voces parecidas llamaron por teléfono a Baños ese mismo día para repetirle los nombres “Justino” y “Valentino”, tal vez en alusión a la batalla solitaria de un juez al que los investigadores históricos de la profanación de Perón no dudan en calificar de comprometido con el avance de la Justicia. Y con la valentía que requieren las circunstancias.
Partes de inteligencia. Las intimidaciones psicológicas y físicas no son nuevas para el juez Baños: como secretario del Juzgado N° 27, en 1988, vivió de cerca las amenazas sobre el titular de ese juzgado y primer juez de la causa, Jaime Far Suau. “Mejor que no sepas nada, y que no sepan que podés saber algo. Que lo sepa yo, suficiente”, solía ironizar el juez Far Suau frente al por entonces secretario Baños, como registran los periodistas Claudio Negrete y Juan Carlos Iglesias en su libro “La profanación”. Los temores de Far Suau tuvieron un violento correlato con el destino: sin apoyo político y amenazado, murió al volante de su Ford Sierra en noviembre de 1988, cuando volvía de unos días de descanso en Bariloche. Llegó a sospecharse de una bomba escondida en su auto. La muerte no sorprendió a los investigadores: en 1987 y 1988 también habían fallecido en circunstancias nunca del todo resueltas el sereno nocturno de la Chacarita Luis Paulino Lavagno y María del Carmen Melo, una asidua visitadora de la tumba de Perón. Individuos cuyo testimonio era clave para reconstruir la noche de junio de 1987, en la que “mano de obra desocupada”, como se bautizó por entonces a los residuos operativos de los servicios de inteligencia de la dictadura militar y de la SIDE, abrió la bóveda y el blíndex bajo llaves que cubría al cuerpo de Perón para cortar sus manos. “Desde que reabrió la causa en 1993, el juez Baños eliminó mucha contrainformación que circulaba con portavoces que eran manifiestos informantes de servicios de inteligencia militar”, dice Atilio Neira, abogado querellante y representante de María Estela Martínez de Perón en la causa por la profanación de la tumba del fundador del Partido Justicialista. “Se descartaron hipótesis como la de que las huellas digitales de Perón servían para abrir cuentas bancarias en Suiza y se afinaron otras, como la de la participación de un aparato de inteligencia”. Entre los nombres vinculados a ese aparato, uno de los escritos robados al juez mencionaba a Carlos Alberto Di Caro, cuyo rastro había conducido al Servicio de Inteligencia del Ejército. “Al juez le falta resolver todavía que Di Caro preste declaración”, desliza Neira.
La pista esotérica. Otro punto sobre el que trabajaba Baños antes del robo del expediente era un nuevo pedido al Poder Ejecutivo para alcanzar la desclasificación de toda la “información reservada” sobre el caso en manos de los servicios de inteligencia. Una formalidad jurídica que desde el retorno de la democracia –y del peronismo al poder– fue meticulosamente esquivada por todos los presidentes. El último pedido había sido en julio del año pasado, sin respuesta por parte del entonces presidente Néstor Kirchner. Baños habría llevado el expediente a su domicilio porque pulía y agregaba nombres a un nuevo pedido de desclasificación. Esta vez destinado a la presidenta Cristina Kirchner. Basado en la investigación de los periodistas David Cox y Damián Nabot, el pedido se concentraba nuevamente en el apellido Di Caro y su aparición en una lista de integrantes de la logia italiana P-2. El universo de los cultos y las sociedades secretas no fue ajeno al misterio de las manos: desde los vínculos con el líder de la P-2 Licio Gelli –con quien se especulaba la vendetta por una deuda nunca saldada–, hasta la posibilidad de un rito que impidiera el paso del general “al más allá”, el destino de Perón no escapó a las fantasías esotéricas. Conjeturas que siempre se ubicaron a la par de un punto en común con cada episodio vinculado al devenir de la investigación: las crisis políticas e institucionales. Desde el alzamiento carapintada de Semana Santa, que agitó al alfonsinismo el año de la profanación, hasta la puja de Néstor Kirchner por el control del Partido Justicialista veintiún años después, quienes tienen en su poder las manos de Perón no parecen agitarlas nunca por accidente.
“Da vergüenza ajena que el cadáver de quien fue tres veces presidente no tenga la seguridad que se merece”, se lamenta Alejandro Rodríguez Perón, sobrino nieto de Perón y custodio del museo aún inconcluso en San Vicente. “Si este gobierno quiere usar a Perón, que lo use bien. Si no, que no lo toque más”, protesta. Mientras los vivos se disputan el valor simbólico de su nombre, los restos del líder permanecen sin paz.