Los objetos nunca revelan mejor su singularidad que cuando están agrupados. La exposición de enanitos de jardín que tiene lugar en el Museo de la Ciudad y que podrá visitarse durante el mes de enero, es un buen ejemplo de que la singularidad resulta mejor percibida en la variedad.
La muestra carece de la solemnidad que otorgan los objetos con el prestigio cultural de las obras pictóricas, las esculturas o las artesanías de buena factura. A cambio, se destaca por su originalidad temática, ofrece una amplia gama de variaciones de un objeto kitsch por excelencia, y refleja la estética con que se adornaron gran parte de los jardines y patios de Buenos Aires.
Es precisamente su originalidad temática la que la acerca a la categoría de “insólita”, como aquella exposición de arena de los diferentes mares del mundo que maravilló al escritor italiano Ítalo Calvino y que se incluye en el libro que se llama, precisamente, “Colección de arena”. Sin embargo, la decisión de exponer enanos de jardín, aunque original, no es arbitraria. Por el contrario, es coherente con un museo de usos y costumbres, como es el Museo de la Ciudad. El material expuesto invita al espectador a realizar un viaje hacia atrás en la memoria y a esbozar una sonrisa nostálgica. En la infancia de gran parte de los porteños hubo un enanito kitsch que se convirtió en preciado tesoro del jardín de la abuela.
Pero, más allá de la nostalgia vernácula, desde fines de los 90 los enanos se pusieron de moda en Europa, donde pululan los frentes de liberación que, tomando los jardines por asalto, devuelven esos pequeños seres de yeso o terracota a su “ámbito natural”, el bosque. El movimiento comenzó en un pequeño pueblo de Francia, pero se extendió a Roma, Barcelona y Berlín. En el sito oficial del frente francés puede leerse un diario de hazañas de guerrilla urbana como esta: “En una casa muy bien decorada, al borde la ruta, nos esperaba un enano. Entramos corriendo en el jardín y se prendieron todas las luces. Más allá, vimos a otro, pero sólo tuvimos tiempo de tomar el primero. Saldo de esta noche: hemos salvado a dos enanos y hemos abandonado a un pequeño indefenso.”
Objetos narradores. “El Museo cuenta la historia y los distintos aspectos de la ciudad a través de objetos. Si bien esta es una moda o una costumbre bastante difundida en el mundo, el Museo de la Ciudad fue pionero”, dice su director, Eduardo Vázquez.
Buenos Aires es una ciudad que a través de toda su historia ha incorporado a las viviendas el verde en balcones, patios, terrazas y jardines. “Se trata de una de las ciudades que tiene mayor cantidad de casas que venden plantas”, dice Vázquez, que revisando la historia de esa pasión por el verde que caracteriza a los porteños, descubrió que, desde fines del siglo XIX, los enanitos son una presencia insoslayable de todos los barrios.
Una olla abollada habla del uso que le dio su dueño. Las marcas de los objetos delatan que en ellos está depositada parte de la historia de los que los poseyeron. Según Vázquez, también los enanos están impregnados de historias personales y familiares. “Mientras caminaba por la calle Pico —cuenta—, encontré un jardín muy bien cuidado, lleno de enanitos. Saqué una foto y apareció la dueña de casa, una señora mayor que me contó que ella los cuidaba muchísimo porque uno de los enanos había sido de su abuelo y lo habían conservado en la familia durante cien años, y otro fue de su nieto que había muerto y al que ella recordaba cuidando al enanito. Me señaló una planta de conejitos y me dijo que había crecido misteriosamente sin que nadie la plantara y que creía que era el agradecimiento de su nieto por cuidarlo.”
Los enanitos verdes. La convocatoria hecha a los vecinos para que llevaran sus gnomos al museo para armar la exposición, tuvo una respuesta extraordinaria. No sólo muchos jardines de Buenos Aires todavía se decoran con estos seres del bosque, sino que hay gente que los colecciona. Vázquez cita el caso de una psicóloga que los tiene en su jardín, en su living, en su dormitorio y en su consultorio. “Incluso —afirma Vázquez— existen personas que creen fervientemente en la existencia real de los enanitos del bosque y que opinan, además, que esos gnomos las ayudan. Un señor, cuando vino a traer su enano, nos dijo: ´Por favor, si llega a llorar, avísenme´. Tenía tono de broma, pero me parece que lo dijo en serio”. Una frase dejada en el libro de visitas confirma la estrecha relación que una persona es capaz de entablar con un muñeco de yeso o terracota : “Luisito, volvé, te extrañamos”, escribe un vecino conmovido por la ausencia de su enano tutelar al que, según parece, le ha llegado la adultez y ya duerme fuera de casa, en las instalaciones del Museo. “En un mundo tan globalizado, tan tecnológico —reflexiona Vázquez— en el que todavía exista esa ingenuidad, a uno lo reconcilia con el ser humano.”
Aunque Blancanieves instaló definitivamente a los enanos en el imaginario infantil y Walt Disney les agregó la magia del cine, la seducción que ejercen es de larga data. En la Edad Medía, en Turquía, los hombres enanos trabajaban como mineros porque podían ingresar con mayor facilidad en las minas, razón por lo cual hoy se los representa con picos y palas. Y como todo lo que tenía que ver con el submundo del socavón se consideraba maligno, comenzaron a hacerse enanitos de terracota para contrarrestar ese poder negativo. Pronto, se popularizaron en Alemania, donde se los hacía en chapas de zinc golpeadas sobres moldes de madera. En la década de los años 40 y 50, fue su época dorada. Por ese entonces, Buenos Aires comenzaba a expandirse y en las áreas suburbanas de casas con jardín los enanitos encontraron un sustituto del bosque. También ellos poseen su historia, cosa que ya había advertido Werner Herzog en el título de una de sus películas: “Los enanos también fueron pequeños”