Wang Zhao-He ya no llora por los saqueos. Su cara desencajada por el llanto dio la vuelta al mundo cuando en diciembre del 2001 más de 500 personas vaciaron el supermercado en el que trabajaba. Hasta el arbolito de Navidad le robaron. El chino pronto se convirtió en leyenda barrial: algunos lo dieron por muerto, otros por perdido, y las versiones más creíbles lo ubicaban de regreso en su país natal. A cinco años del episodio, el hombre reapareció y, sin rencor ni pudor, proclama: “Chino quiere ser argentino”.
La odisea de Wang -rebautizado en estas tierras como Juan- es novelesca. Después de que destruyeran el local de Ciudadela, de propiedad de su cuñado, deambuló por diferentes lugares junto a su esposa Liu, costurera de oficio, y a su hijo Wang Wi, de 17 años. Dice que lo ayudó a paliar el hambre “un amigo de Canal 7”, llamado Gabriel. Estuvo doce meses desocupado. “Cabeza muy mal”, dice Wang, con su primitivo español. Había quedado aturdido por el despojo. Pero pronto pudo sacar algo de rédito de su imagen y cual maestro del “marketing amarillo” usó la historia para conseguir empleo en otros mercados. Ahora es repositor del supermercado Huasheng, en Laprida al 900, en pleno Barrio Norte porteño.
(sbt)100% argento.(sbt2)Wang insiste: “Chino quiere trabajar acá. No quiere problemas”. A fines del 2004 inició el trámite para obtener la ciudadanía argentina en el juzgado Nº 8 del fuero Civil y Comercial. Quiere probar sus dichos. Va detrás del mostrador y saca una carpeta llena de papeles: recortes de diarios y revistas con su foto, papelerío impositivo y copia del expediente judicial. Explica que en los tribunales le indicaron que necesitaba documentación que debía ir a buscar a su país de origen. “Le dijeron que le faltaban unos sellos de la policía china y la cancillería”, acota Freddy, un carnicero bonachón que, cuando hace falta, oficia de traductor.
Así, Wang volvió a Fuzhou, en la provincia de Fujian, al sudeste de China, donde nació en marzo de 1961. Poco cuenta de su paso por el ejército -prestó servicios durante ocho años-, de su posterior empleo en el municipio y de por qué no quiere vivir en el gigante asiático, que abandonó en el 2000. Él no da crédito a quienes lo tildan de furioso anticomunista y arguye razones económicas: “En China hay muchos negocios, todos iguales. Por eso, chino prefiere negocio acá”.
Sus compañeros de trabajo dicen que el sueño de Wang es abrir su propio supermercado, una vez que consiga la ciudadanía y pueda traer a sus familiares que quedaron en Fuzhou. El lugar elegido para su emprendimiento es Bahía Blanca.
Wang todavía goza de popularidad. Dice que la gente lo reconoce, a pesar de sus kilitos de más. Casi como un aval de su teoría, una clienta bromea: “¡Le siguen haciendo notas y el sinvergüenza todavía no aprendió a hablar español!”. Él se ríe a carcajadas. Entiende más de lo que parece. No pierde de vista su objetivo y pide: “Llame a tribunales por chino. Trámite muy largo”. Se queja por la demora y teme ser engañado. Justo Wang no quiere ser víctima del famoso cuento chino.