En menos de un mes aparecieron en los medios dos tipos bien definidos de estudiantes secundarios. Primero, los de los colegios Huergo y Vieytes. La noticia fueron las continuas peleas callejeras entre ellos. El discurso que enarbolaban era del estilo fierita-birra.
Esta semana, la nota la dieron los de la escuela Carlos Pellegrini. La noticia: la polémica por la forma en que se eligió al nuevo rector. El discurso: académico-ideologizado.
Ahora bien, si los dos hechos tuvieron lugar en la misma ciudad de Buenos Aires y las tres son escuelas públicas, ¿por qué entonces parecen jóvenes de distintos planetas?
Los titulares de los diarios responden a sucesos muy puntuales, pero el problema de fondo es otro. Y encierra una mala noticia para los padres de los adolescentes que se parecen a aquellos que protagonizaron los choques del Huergo y del Vieytes, y por ende es una mala noticia para todos: estos chicos están siendo preparados de tal forma que van a tener menos posibilidades en la vida. No sólo menos herramientas intelectuales para sus futuros laborales, sino menos formación para su desarrollo espiritual. Estos mini barrabravas son el símbolo de los jóvenes que no descubrieron que el mundo mide más de dos cuadras y que va a ser mejor con ellos adentro que afuera.
Como contrapartida, basta escuchar diez minutos a los adolescentes de entre 13 y 18 años del Pellegrini para adivinar que ellos tendrán más chances. Más allá, incluso, de sus errores actuales y de esa rebeldía más o menos razonable que hoy asusta a tantos. Alejándonos un poco de esta polémica del momento, sorprenden por su capacidad para debatir utilizando dialéctica, negociación y estrategia. Los esperan muchos debates por delante, con obstáculos seguramente más complicados, pero se están preparando intelectualmente para afrontarlos.
La experiencia no es una ciencia exacta y es probable que, para bien y para mal, el mañana demuestre resultados cruzados: unos que terminarán desperdiciando su buena formación y otros que aprovecharán al máximo su instinto de supervivencia para superar una educación deficiente. Pero es lógico suponer que, en la mayoría, el presente de esta generación le esté inoculando definitivamente un futuro difícil.
¿Cuál es la diferencia entre un tipo de estudiante y otro? Como egresado del Pellegrini, entiendo que nuestra formación curricular es tan limitada como la del resto de los colegios que no dependen de la Universidad de Buenos Aires: poco de lo que se enseña queda, y poco de lo que queda sirve. Allí no está la diferencia. Creo que el gran diferenciador es la formación para el pensamiento crítico. No crítico como oposición infantil hacia todo, no para determinar sólo si Passarella debe renunciar o no. Crítico como herramienta kantiana para conocer por qué pasa lo que pasa, tanto en la física como en la historia; crítico como la desesperación joven por descubrir que cambiar lo que funciona mal es más útil y divertido que cambiar de jean.
¿Quién debe impartir esa formación? Sin duda no sólo la escuela, aunque seguro que la escuela debe ser una pata importante de esa educación. ¿Tendrán todos los docentes la preparación adecuada para que estos adolescentes sean mejores que nosotros? Es apenas una respuesta provocativa, pero temo que se acerque a la realidad: no.
No, porque tampoco ellos tienen un refinado sentido crítico. No los veo siguiendo el consejo de Ortega y Gasset de enseñar primero y de enseñar a dudar de lo que enseñan, después. Los veo formateados por el pensamiento televisivo de la filosofía rápida y de las certezas berretas. Y no sirve de consuelo que la masa de los intelectuales esté peor que ellos (pocas veces hubo intelectuales tan amarretes en su sentido crítico).
Si bien la escuela no es todo (el inefable George Bernard Shaw decía que había suspendido su educación el día que empezó a ir al colegio), en un país empobrecido como la Argentina en donde los grandes esfuerzos de la mayoría de los padres están puestos en la supervivencia diaria, el rol de la escuela parece indelegable.
Ah, hay un agravante adicional. Aquí no se habla siquiera de los cientos de miles de adolescentes que no pueden acceder a la escuela secundaria, y que tienen casi asegurada la marginalidad como destino. Se habla de los que con una educación intrascendente corren el riesgo de caer en la intrascendencia intelectual, que en el siglo XXI es otra variante de la marginalidad. Por eso lo que nos debería asustar no es la rebeldía de algunos adolescentes, sino nuestra terrible habilidad para construir un futuro mediocre.