Por qué la cultura del esfuerzo ya no tienta a las nuevas generaciones. La falsa polémica “industria vs. campo” y qué se espera hoy de un trabajo. El papel de la tecnología.
Por Fernando Iglesias *
i algo demuestra con eficacia el carácter reaccionario del populismo desarrollista-industrialista argentino es su incapacidad de comprender lo que todas y cada una de las madres del país ha comprendido ya perfectamente. ¿Qué le recomienda a su hijo toda madre actual? Le dice: “Nene, no dejes el colegio (o la universidad). Estudiá mucho, y en los ratos libres aprendé inglés y computación, porque si no, te quedás afuera”. Traduzco: toda buena Doña Rosa neustadtiana le recomienda hoy al hijo que se prepare para la creación y el manejo de conocimientos en el contexto de la sociedad de la información, y remarca además que una buena base comunicacional (cuyos lenguajes básicos son el inglés y la computación) resulta esencial dado el carácter crecientemente globalizado de la sociedad humana. ¿Qué propone, en cambio, el desarrollismo industrialista nac&pop; argentino? Dice: “Hay que crear un país productivo, es decir: industrial. Y la incorporación de tecnología debe ser cuidadosa para evitar que los robots y la tecnología destruyan puestos de trabajo”. En resumen: ¡a industrializar, a industrializar, que se acaba el mundo!
La primera observación es obligada: después de haber desarrollado desde los mágicos atriles su discurso industrialista-desarrollista, ¿mandan los políticos nac&pop; a sus hijos al gimnasio, a fin de que se preparen físicamente para trabajar manualmente produciendo riqueza en el contexto industrial de la producción de objetos? ¿O más bien siguen la receta que han adoptado todas las madres argentinas y les endilgan el habitual tríptico universidad-inglés-computación? Y si es así (y lo es), una segunda pregunta resulta tan descontada como su respuesta. Esta pregunta es: ¿quiénes entonces esperan los políticos y economistas industrialistas-desarrollistas que trabajen en las fábricas y talleres de la Patria (es decir: que se levanten a las cinco de la mañana y acepten una rutina bestial y embrutecedora que apenas si permite llegar a fin de mes)? Y la respuesta a la pregunta es: los hijos de los otros. Jamás los hijos de los políticos y economistas industrialistas-desarrollistas, sino los hijos de los demás.
Sobre el cultivo de camiones y la vendimia de tractores
Con su divide y reinarás de barrio, los grandes partidos populistas que han dirigido el espantoso fracaso argentino en la segunda mitad del siglo XX se han especializado en presentar como antagónicos elementos que son complementarios. En los cincuenta, el latiguillo era “campo o industria”, como si el campo no necesitase tractores, silos, camiones e insumos, y como si los obreros de la ciudad pudiesen abstenerse de comer. Actualmente, el latiguillo ha cambiado a “industria o servicios”, como si la Argentina (país en donde la participación de la industria en el PBI supera la media norteamericana y europea) fuese un país rico e igualitario y la Suiza especializada en el turismo high-class y los servicios financieros fuera un espejismo de la economía “irreal”. Después, los nacionalistas-populistas insisten en la necesidad de priorizar la defensa de los recursos naturales del país (y no el desarrollo de las capacidades intelectuales de sus habitantes), probablemente debido a que la región del mundo con la mayor concentración de recursos naturales per capita, Sudamérica, es un paraíso de prosperidad y justicia social, en tanto la miseria impera en países que carecen mayormente de recursos naturales, como Suecia y Japón.
Al señor Slim, que produce básicamente comunicación; al señor Gates, que produce conocimientos capaces de organizar otros conocimientos; al señor Turner, que produce información y comunicación; a los magnates de Hollywood que ganan dinero vendiendo producciones culturales; a los jeques de la “industria” turística y los grandes ídolos deportivos que nos ofrecen, básicamente, emociones, y a las empresas de todo el planeta que han entendido perfectamente que su éxito depende sobre todo del factor innovación; a todos ellos les agradaría mucho, seguramente, recibir lecciones sobre cómo se genera riqueza de los entusiastas industrialistas-desarrollistas argentinos, que creen que se pueden alcanzar los actuales niveles de bienestar de los países del Primer Mundo haciendo lo que éstos hacían en tiempos de Henry Ford.
Desde luego, promover el desarrollo de una sociedad postindustrial y avanzada no significa abolir la industria ni la producción agropecuaria sino concentrar los esfuerzos en la incorporación de conocimientos, informaciones, diversidad cultural, comunicación, emociones e innovación a todas las cadenas de valor, ya sean primarias, secundarias o terciarias. Es decir: salir del laberinto de las polémicas “campo vs. industria” e “industria vs. servicios” por arriba, comprendiendo que en la sociedad del conocimiento y la información el valor agregado es, básicamente, conocimiento e información agregados. Y los que creen que el auge de las commodities seguirá, y se preparan a terminar de malgastar la extraordinaria oportunidad que hoy tiene el país de mutar su base productiva, después no digan que nadie les avisó.
Dos objeciones merecen analizarse. Primera objeción: las industrias avanzadas (digamos: la aeronáutica y la farmacéutica) son un componente decisivo del desarrollo. Segunda objeción: los obreros de industrias medias argentinas (digamos: la automovilística) perciben salarios de $ 2.500-3.500, que son bastante más altos que los que recibe un trabajador medio de servicios. Ambas objeciones son la misma, y se basan en el mismo desconocimiento de los modos de producción que nos lleva a hablar hoy de “industrias culturales”, una expresión que tiene tanta lógica como si se hablara de la siembra de camiones, la recolección de automóviles o la vendimia de tractores. Digámoslo así: cada nuevo modo de producción no es la simple reproducción del anterior modo productivo, sino que implica un cambio revolucionario. Ni los camiones se han sembrado nunca, ni los autos son recolectables, ni los tractores vendimiables, ni es posible producir cultura y conocimientos en una cadena de trabajo repetitivo y manufacturero de tipo fordista-taylorista ubicada dentro de un galpón industrial y dirigida por una pirámide organizativa de patrones-gerentes-capataces-obreros. Independientemente de que lo que se produzca sea un objeto, un servicio o una información, la producción específicamente industrial es la que se basa en el trabajo manual repetitivo y de baja calidad. De allí que Marx señalara la cantidad de horas de trabajo empleadas en la fabricación como unidad de medida absoluta de valor de todo producto industrial. La producción específicamente industrial es desarrollada por un obrero fácilmente reemplazable por otro y hasta por un novato. Todo lo demás es incorporación de conocimiento, informaciones e innovación al producto, y de emoción y comunicación a su proceso de diseño y venta; es decir: pura economía postindustrial y cuaternaria desarrollada en el marco de la sociedad de la información.
El núcleo duro de industrias como la farmacéutica y la aeronáutica no es la producción manufacturera de objetos sino los procesos de investigación, desarrollo y diseño en los que ésta se basa. El coste de producción de una pildorita medicinal es cercano a cero. En su valor agregado, la importancia del proceso intelectual que la hace efectiva lo es todo. Circunstancia que, ignorada, permite indignarse con las ganancias injustificadas (efectivamente lo son, desde un punto de vista industrial) de las compañías farmacéuticas, ni más ni menos generosas, es de suponer, que las ensalzadas acerías y las siempre heroicas constructoras de caños de hierro. En breve: el “obrero” de una fábrica de automóviles robotizada no es un obrero sino un técnico altamente capacitado capaz de tomar decisiones inteligentes, y cuya contribución a la creación de valor se mide precisamente en este rubro, inmaterial y simbólico, y no por su capacidad de esfuerzo físico. Que produzca un objeto y no una información o un servicio es un aspecto secundario solamente importante para quienes creen que la materialidad lo sigue siendo todo y por ello han perdido el hilo rojo de la historia.
Sarmiento sí, alpargatas también
`Como se ha hecho de uso corriente, la demagogia nac&pop; embarra la cancha para evitar que quede claro lo evidente. Su habitual objeción a quienes insisten en el rol central que factores intangibles como el conocimiento, la información y la innovación desempeñan en la creación de riqueza y significado en la sociedad mundial realmente existente (es decir: postindustrial y globalizada) es que la economía cuaternaria provoca desigualdades crecientes, ya que 1) aumenta la desocupación, y 2) deja afuera del proceso productivo a la mano de obra de baja calificación. No es necesario mucho para descartar el primer argumento recordando que la economía nacional más avanzada del planeta (la de los Estados Unidos) registra desde hace años índices de desocupación inferiores al 5%. En cuanto al segundo argumento, merece una breve reflexión sobre algunos aspectos de la historia nacional. Veamos.
Si la Argentina sigue en pie, mucho lo debe al sistema educativo ideado por uno de los grandes intelectuales del Ochocientos; acaso uno de los primeros hombres del planeta en comprender el papel que los factores inmateriales juegan en la construcción de un país y de una sociedad: Domingo Faustino Sarmiento. No por nada, muchas décadas después del lanzamiento de sus programas educativos los trabajadores argentinos seguían haciendo de “M´hijo el dotor” un programa de vida. En efecto, el famoso proceso de movilidad social ascendente que caracterizó los tiempos felices de la Argentina fue esencialmente un proceso de desarrollo intelectual ascendente: el padre artesano, albañil u obrero. Su hijo, doctor.
Lejos de constituir un obstáculo para los menos capacitados, esta dinámica generalizada en las grandes urbes liberó los puestos de trabajo manuales y los puso a disposición de los campesinos pobres del interior, que concurrieron masivamente a las ciudades y conformaron la clase obrera industrial argentina. Lamentablemente, cuando a mediados de siglo XX el paradigma industrial fue perdiendo vigor y en todos los países del mundo los trabajadores de oficina (¡y hasta los estudiantes!) superaron en número a los obreros, la Argentina quedó atrapada en una visión nacionalista-industrialista de cuño a veces peronista, a veces “marxista” (las comillas son inevitables cuando se han leído los Grundrisse), a veces desarrollista y demasiadas veces derivada de la petulante ignorancia del partido militar. Esta visión decimonónica insistía con la categoría zombie de la industrialización y dejaba en segundo plano los embriones nacientes de la economía intangible y de la sociedad de la información, que así como nacieron se fueron marchitando víctimas de los bastones largos, la indiferencia y el vaciamiento promovido por funcionarios que creían (¡y hasta lo decían públicamente, como hizo recientemente cierto Secretario de Cultura de la Nación!) que la cultura era un elemento secundario para un país subdesarrollado y en crisis. Acaso la mejor expresión de tanta incomprensión presuntuosa fue aquel apotegma antisarmientino que veía a las alpargatas en mortal oposición con los libros, y que nunca comprendió que los libros eran el mejor camino para llegar a las alpargatas, primero, y a un calzado mejor, después.
Así, al mismo tiempo que despertaba en el alma argentina el anhelo de la justicia social el peronismo terminó instalando un modelo de desarrollo que erosionaba las bases económicas de su realización. En su descargo, habrá de reconocérsele que generó una clase obrera consciente de sus derechos y reacia a someterse a cualquier tipo de explotación. Son esos mismos obreros que hoy se resisten a aceptar las condiciones de trabajo que sus “protectores” desarrollistas-industrialistas les proponen, basadas en salarios de hambre y en negro y derechos sociales inexistentes, única manera de competir con los obreros chinos salidos de la miseria y el autoritarismo maoístas y felices de trabajar diez horas por día, seis días por semana, doce meses al año, por doscientos dólares al mes.
El sueño de los padres es la pesadilla de los hijos
El paradigma industrial está obsoleto porque el sueño de los abuelos y padres se ha convertido en la pesadilla de los hijos. En efecto, el objetivo por el que generaciones de obreros de todo el mundo lucharon y murieron desde los tiempos de Sacco y Vanzetti (es decir: un trabajo fijo, manual, repetitivo, esforzado, carente de mayor significado simbólico, basado en una semana laboral de 44 horas y cuya productividad permite condiciones de vida ligeramente por encima del mínimo de subsistencia) ha dejado de ser atractivo para la mayoría de los jóvenes no sólo en el Primer Mundo. En los países avanzados, esos trabajos son desempeñados por los inmigrantes del Tercer Mundo, en tanto los jóvenes europeos y norteamericanos prefieren ser desocupados a trabajar en condiciones industriales. En China, India y otros países emergentes, los puestos de trabajo manufactureros son desempeñados por campesinos apenas salidos de situaciones de vida medievales. En Argentina… en Argentina la perspectiva de trabajar en condiciones fabriles por doscientos-trescientos dólares al mes es rechazada por varios medios: hibernando eternamente en la casa paterna, prefiriendo trabajos artesanales o artísticos (también de escasa rentabilidad pero mayor prestigio social y posibilidades de realización subjetiva), lavando parabrisas, haciendo de mozos, changueando en recitales y eventos e inventándose la vida de la mejor manera que se pueda. En fin, saboteando de mil maneras la productividad, los que no tienen más remedio que aceptar un trabajo industrial.
¿Quién puede culparlos? Dedicarse a sudar todo el día mientras otros se ganan la vida jugando al fútbol sólo es tolerable si el que suda puede ver al futbolista sólo los fines de semana y si el futbolista termina su carrera, cuando tiene suerte, como propietario de una pizzería. Deja de serlo si los futbolistas se tornan omnipresentes en las pantallas globales de los mass media a disposición de casi todos y si el futbolista pasa a ganar en una semana lo que quien suda ganará en toda su vida. La aburrida monserga conservadora y puritana que se desparrama hoy como un insulto sobre la vida de los jóvenes no tiene en cuenta este cambio decisivo: desde que la amplia mayoría de los seres humanos se levantan cada día (aún en países fracasados como el nuestro) con la seguridad de que algo comerán, el sueño industrial se ha tornado una pesadilla.
La siempre mencionada “falta de valores y motivaciones” de los jóvenes de hoy, su “carencia de sentido del esfuerzo”, no es más que una manifestación de su rechazo a vivir en condiciones industriales en un mundo que ya no lo es, y que ellos han comprendido mejor que los economistas y políticos nac&pop; argentinos. Si además en las escuelas se enseña qué son las amebas y paramecios pero no cómo funciona una terapia con células embrionales, si la única computadora disponible no está en las aulas sino en el cybercafé de la esquina, si la historia y la geografía nacionales ocupan el 50% del programa de estudio de chicos que se preparan para vivir en un mundo globalizado, si la enseñanza de inglés es pésima y mirada con malos ojos por los heroicos custodios de la identidad nacional entendida como uniformidad lingüística, si la poderosa cultura juvenil global es vista por los profesores jurásicos de la derecha como un subproducto de la descomposición de las costumbres y por los profesores neolíticos de la izquierda como un engaña-pichanga del imperialismo, entonces la creciente apatía de los estudiantes, la rebelión escolar, los episodios de tensión y violencia entre alumnos y maestros no pueden constituir sino el saldo marginal de un sistema educacional que enseña lo que nadie quiere aprender e ignora lo que todos ya saben, a saber: que la escuela nacional-industrial prepara a los alumnos para vivir en un mundo que ha desaparecido de su perspectiva de vida.
La primera lección del mundo laboral de hoy es: “¡Nada de ‘el trabajo dignifica’!”, esa idea tan cercana al Arbeit Macht Frei (el trabajo nos hace libres) que los nazis inscribieron en las puertas de Auschwitz. Depende de qué trabajo. El trabajo repetitivo, bestialmente monótono y físicamente brutalizante sólo dignifica en los discursos de los que nunca lo han sufrido. Nunca a los demás.
En todo caso, que el techo deseable de una vida humana se haya transformado en el piso en el lapso de un par de generaciones no deja de ser un buen balance. Ausente la escuela y temida la fábrica, los jóvenes de hoy aspiran, con excelentes razones, a disfrutar de lo que se ha hecho evidente a sus ojos: la riqueza, la verdadera riqueza, se alcanza jugando bien al fútbol o tocando en una buena banda de rock o –al menos- participando en Latin-American Idol o Gran Hermano. Y cuando las barreras cierran estos caminos (por razones evidentes de número las cierran a la mayoría), y cuando el camino a una vida menos brillante pero aún llena de significado (digamos: tocar en una bandita de medio pelo o jugar en club tipo Yupanqui pudiendo al menos parar la olla) se cierra también, el paso atrás hacia una anónima vida fabril-industrial está ya simbólicamente clausurado y la delincuencia y la droga se tornan la única provisión certera de adrenalina y sentido. He aquí el problema que no se puede ignorar.
M’hijo el dotor postindustrial y global
Nadie puede aún tener recetas certeras para la solución de este problema, tan novedoso que escapa completamente al remanido discurso de la “cultura del trabajo”, pensado para una sociedad nacional-industrial que -para bien o para mal- no existe más. Lo único cierto es que los dilemas de la sociedad post-nacional y post-industrial no se resuelven, ni individual ni colectivamente, con el regreso al viejo querido nacionalismo industrialista. En cuanto al supuesto elitismo de la sociedad postindustrial, concurra el lector al supermercado más cercano a su casa y comprobará lo siguiente: los encargados de reponer alcauciles cuando se acaban los alcauciles y paquetes de fideos deben poseer hoy (¡por lo menos!) secundario completo. De manera que quienes sólo están capacitados para reponer alcauciles cuando se acaban los alcauciles y paquetes de fideos cuando se acaban los paquetes de fideos están hoy desocupados en sus casas o en el proceso que lleva de la frustración a la desesperación y de allí a la delincuencia y las drogas. Pierde el chico del supermercado, que desperdicia buena parte de sus capacidades en un trabajo de baja productividad y por ende mal pago. Pierde el desocupado, que no obtiene un trabajo. Pierde el país, que desperdicia la mitad de las capacidades laborales de uno y todas las del otro.
Supongamos ahora que alguna política proactiva coordinada desde el Gobierno e impulsada desde universidades y empresas lograra incluir a los chicos de los supermercados en un trabajo de mayor complejidad, mejor paga y capacitación laboral creciente. ¿Perjudicaría esto a los que tienen menores capacidades, o más bien les despejaría el camino al primer puesto de trabajo? La cuenta es simple: ganaría el chico del supermercado, que pasaría a desempeñar un trabajo más significativo, satisfactorio y mejor pago. Ganaría el desocupado que obtendría un trabajo en servicios básicos que antes estaban ocupados por aprendices de Einstein. Ganaría el país, que aprovecharía mejor sus recursos más preciados, que no se esconden en las pampas irredentas ni en el acuífero guaraní ni en los pozos patagónicos, sino en las neuronas de sus ciudadanos.
Y si el plan se completase con un programa masivo de obras públicas que modernizase la estructura del país e incluyese propuestas de capacitación para quienes empiezan por estos trabajos elementales pero tienen aspiraciones y talento para seguir avanzando, la vieja percepción estilo suma-cero típica de la Modernidad nacional-industrial, en la que si alguien gana es porque otros pierden, quedaría descartada. Todos pueden ganar en un contexto postindustrial y globalizado cuyo principal factor de producción, la inteligencia, es infinito e infinitamente condivisible y reproducible. Todos ganan en un proceso de retroalimentación positiva cuya dinámica supera las concepciones ayer racionales y hoy zombies originadas en un contexto de escasez.
¿No sería un plan de escala nacional como éste el comienzo de un nuevo ciclo de movilidad intelectual y social ascendente en Argentina, el inicio de un upgrade generalizado de las calificaciones laborales y de los estándares materiales y simbólicos de vida como el que durante buena parte del siglo pasado impulsó el paradigma feliz de “M’hijo el dotor”?
* Autor de “Kirchner y yo- por qué no soy kirchnerista”