Pasó en menos de un segundo. Yo subía una escalera con mi hijo en brazos, pisé mal un escalón y perdí el equilibrio. No fue un hecho escandaloso: al instante recuperé el control. Pero en ese lapso casi microscópico sucedió algo que dejó una marca: cuando sentí que nos caíamos, acomodé mi cuerpo de tal forma que en la caída, si el azar necesitaba romper algunos huesos, la candidata al desastre fuera yo. No sé si fue el instinto, el amor, la inconciencia. Lo cierto es que esa tarde, en una fracción de segundo fulminante, con las posibilidades de la salvación y el daño llegó, también, una certeza ulcerante: yo, que siempre me había querido tanto, con la llegada de Joaquín nunca más iba a estar primera en nada (o al menos en nada bueno).
Y es que con el nacimiento de un hijo nace, también, un axioma, un vértice, la semilla de un mundo con leyes nuevas y a veces salvajes. Ni el cuerpo ni el tiempo te siguen perteneciendo. Y este cambio de rumbo, que algunas décadas atrás se vivía sin grandes dramas (el destino de las mujeres casi siempre estaba en manos de algún hombre) hoy es una fuente de conflicto: si querés ser dueña de tus pisadas, quizás no sea buena idea tener un hijo. Porque ser madre es –todo junto– florecer y morir un poco. Y es, definitivamente, mucho más rico, más complejo, más trascendente, más contradictorio y más irreparable que el modelo de maternidad que las publicidades –hábiles en el arte de exhibir aquello que quisiéramos ser pero no somos– se empeñan en mostrar.
En las propagandas, la madre agacha la cabeza, planta la nariz entre los glúteos blancos de un bebé, respira hondo y sonríe. La madre ve a su hijo bañado en barro, se pone los puños en la cintura, resopla, hace una mueca de cariño, y resuelve su vida con trescientos gramos de jabón en polvo. La madre está sentada en la mesa familiar y unge tostadas como si la manteca fuera en realidad amor untable. Pero nada dicen las publicidades de lo otro.
Y lo otro es que ser madre, por ejemplo, es resbalarte en la escalera y quedar angustiada para siempre.
Transformaciones. “¿En qué nos transformamos las mujeres luego de ser madres?”. Con esta pregunta abrió, algunos días atrás, Mañana Vemos, el magazine matutino que conducen Carla Czudnowsky, Fanny Mandelbaum y Mex Urtizberea por Canal 7. Me invitaron al programa para responder esta pregunta porque tengo un hijo, y porque hace un tiempo, en una columna de opinión, había explicado que yo amaba (y amo) a Joaquín, pero que aún así a veces fantaseaba (y fantaseo) con darle un sedante, echarlo a dormir un rato y recuperar mi vida.
Fanny se espantó con el planteo, quizás porque es de otra generación. Mex se sorprendió, tal vez porque no es madre. Y Carla, mamá de un niño de dos años, estuvo de acuerdo con todo. “Yo tuve una depresión posparto, sentí que mi espíritu había abandonado mi cuerpo” admitió. “Me pregunté si podría volver a ir al baño sola, si alguna vez volvería a tener un mañanero, si mi cuerpo y mi tiempo iban a volver a ser míos. A veces una extraña esa otra persona que una fue, esa otra vida que vivió. Porque amamos a nuestros hijos, pero también nos cansan y nos confrontan con nuestras propias miserias. Y eso es desesperante”.
“La desesperación es un lujo que ustedes pueden darse” interrumpió Fanny. “La mamá del interior que vuelve del hospital y la esperan cinco chicos en la casa, y tiene que atender al marido que es machista, no se sienta con el bebé en brazos y se pone a llorar. Lo pone en la cuna y empieza a laburar, chicas”.
Pero la angustia queda, en algún lado.
Lo supe en Antofagasta de la Sierra –plena puna catamarqueña– cuando visité el San Juan, un barrio habitado sólo por madres solteras. El San Juan es, de algún modo, la versión menos publicitaria, más descarnada y más seria de lo que puede llegar a ser el destino femenino: allí no hay flores frescas, no hay cortinas bordadas, no hay olor a detergente, ni dentaduras completas, ni calzones de encaje colgando de las sogas de lavar. El barrio es polvo, silencio, casas de adobe, y ochenta mujeres con prole abundante. Una de ellas se llamaba Carina Vázquez. Estaba sentada en el callejón principal, con las piernas abiertas, fregando al ritmo de una cumbia suave y reclinando el torso sobre un fuentón repleto de zapatillas y agua turbia. Su cara era ancha y reflejaba el sol, y era fácil saber, al verla, que alguna vez Carina había sido una mujer hermosa. En ese momento tenía veinticinco años y seis niños, engendrados por cinco individuos distintos. Todo el grupo familiar se mantenía con un plan asistencial y con el dinero (fluctuante) que le pasaban a Carina algunos de los padres.
Hay vidas como esta: secas.
Pero aun así, cuando llegaba la noche y las criaturas dormían, Carina revisaba su pasado con nostalgia: extrañaba los bailes frente a la plaza principal, el sueño –trunco– de tener un empleo en la Municipalidad.
Humanas. En su libro Madre Naturaleza: los Instintos Maternales y Cómo Encajan en la Especie Humana, la antropóloga estadounidense Sarah Blaffer Hrdy dice que el instinto maternal no existe, sino que es una construcción social. Sólo así puede explicarse que una madre abandone o mate a un hijo, que una mujer se cuide con anticonceptivos, o que exista la decisión del aborto. La maternidad, tal como se la conoce ahora, es un producto cultural de la modernidad: con la llegada del concepto de infancia (en el siglo XVIII), llegó también –por primera vez– el concepto de madre como se lo entiende hoy.
Pero antes, las cosas eran muy distintas.
En la Edad Media, las adolescentes que estaban encinta se negaban a comer para ver si perdían a su hijo. En la Europa del siglo XVI al XIX, era común el infanticidio y el abandono de niños por parte de todas las clases sociales. En Nueva Guinea, según un registro de la antropóloga Margaret Mead realizado en el año 1982, había pueblos donde las mujeres consideraban una carga el “tener hijos” y los dejaban al cuidado de sus hermanos mayores. Y Nancy Scheper-Hughes, autora del libro La muerte sin llanto, descubrió que en el noroeste de Brasil –y en la actualidad– hay formas indirectas de infanticidio, como la negación sutil y secreta de alimentar a los recién nacidos.
Para la psicoanalista Lidia Mindlin, esta posibilidad existe porque la sexualidad y la procreación poco tienen que ver con el instinto: dependen, principalmente, de una trama de deseo que los aloje. “Ser madre no es una función biológica, sino simbólica –explica–. Somos una especie hablante, marcada por el lenguaje, y eso hace que la cría humana dependa más del deseo que de una alimentación mecánica. Esto da lugar a que haya mujeres que no quieren a sus hijos, mujeres que ceden sus vientres, y mujeres que conciben su maternidad por afuera del diseño de una familia clásica”.
Karina Muñoz tiene 39 años y tuvo un hijo –Matías– a través de un banco de esperma. La alternativa del banco surgió cuando cumplió los treinta y siete, vio que no tenía pareja estable, y evaluó que adosarle un hijo a un hombre ocasional era una bruta traición. “Todo el mundo tiene el derecho a formar una familia, aunque sea monoparental –argumenta Muñoz–. A nadie se le ocurriría cuestionarle el deseo de ser madre a una mujer casada. ¿Por qué una soltera debería renunciar a tener hijos? Cuando hacía el curso para embarazadas, una chica lloraba porque su novio estaba en París y no pensaba venir al nacimiento de su bebé. Pero yo, solita, estaba incluso más feliz que las que tenían a su marido ayudándolas en los ejercicios: sabía que el verdadero amor de mi vida era el que pateaba adentro de mí”.
Ahora Matías tiene dos años. Su madre lo ama y él ama a su madre. Sin embargo, Muñoz admite que algunas cosas cambiaron. “Yo en principio pensaba darle un hermano con el mismo donante, pero ahora no sé –duda–. No es que me haya arrepentido: mi hijo es lo mejor que pudo haberme pasado. Pero la vida es bastante complicada cuando sos madre soltera”.
La vida, en realidad, es bastante complicada cuando sos madre.
Tiempo compartido. El cuerpo es una metáfora del tiempo. Para tener un hijo hay que resignar la potestad sobre las propias carnes (te inflás, te dilatás, parís, te desinflás) y eso probablemente sea señal de que hay que entregarlo todo. Incluso el tiempo. Sobre todo el tiempo.
En su libro Mujer sin fin, la conspiración del cronófago, la periodista Sylvia do Pico plantea justamente que la diferencia entre un varón y una mujer es que, en el caso de las mujeres, cuando nos transformamos en madres dejamos de ser dueñas de nuestras horas. “Una mujer tiene muy poco tiempo personal, menos que el de un varón de su misma edad, condición, estado civil y capacitación”, escribe Do Pico. Un reflejo de esto es una encuesta hecha a principios de este año por el newsletter Mam’s & Baby’s, puesta para ver cuántas de las responsabilidades sobre los hijos caen sobre los hombros maternos. Según este relevo, sólo el 8 por ciento de los hombres cambia los pañales y viste a los chicos, sólo el 5 por ciento los lleva al médico, sólo el 4 por ciento va a las reuniones del colegio y sólo el 3 por ciento los acompaña a practicar deportes.
En el medio de esa soledad, entonces, las mujeres resuelven su vida como pueden. Algunas aman, otras abandonan, otras matan, otras se matan. Y lo más increíble es que, así y todo, nunca dejan de ser madres.
La poetisa Sylvia Plath, por ejemplo, se suicidó metiendo la cabeza en el horno. Pero unas horas antes, de mañana y con la certeza del final, les sirvió el desayuno a sus hijos.
* Periodista y autora de Los Imprudentes. Crónicas de la adolescencia gay lésbica en la Argentina (Editorial Tusquets).