Phineas T. Barnum fue por años el amo y señor del espectáculo americano, el creador de las reglas que rigen el difícil arte del entretenimiento. Este maestro del engaño nació con un talento especial para detectar los cambios de las mareas de los tiempos. A él le tocó vivir uno de los momentos más tumultuosos de la historia de la humanidad, el siglo XIX, un siglo de confrontaciones culturales, científicas e intelectuales
Barnum fue un hombre de la modernidad que supo aprovechar el progreso en beneficio propio. En el proceso ganó una fortuna, además de la admiración de algunos y el desprecio de muchos. Para estos últimos fue un demagogo y un estafador; para sus admiradores fue un altruista y un empresario exitoso.
En su autobiografía, publicada en 1855, Barnum retrata a la sociedad en la que vivía como un mundo de tramposos y amorales que escondían sus escasos escrúpulos bajo un manto de hipocresía. “Todo es válido para vencer en la vida” sostenía y estaba convencido de que todos hacían trampa para ganar. Él no fue una excepción y quizás podamos afirmar que fue su ejemplo más notable. A su entender, la única diferencia con los demás era que él cometía las mismas faltas con conocimiento de causa y sin pruritos morales. Pudo ser Barnum un mentiroso, pero jamás un hipócrita.
A la muerte de su padre, Barnum, con sólo 15 años, debió hacerse cargo del negocio familiar. Nuestro hombre sostenía que “el comercio era la escuela perfecta para estudiar al alma humana, donde cada uno engaña para ser engañado por los demás”. Para cultivar este don del engaño, Barnum supo combinar el sensacionalismo cortoplacista con una cosmovisión que le permitía intuir la dirección hacia donde se dirigía la sociedad.
El primer emprendimiento exitoso de Barnum fue una agencia de lotería, actividad en la que comprendió el verdadero poder de la prensa y las extensas posibilidades de la publicidad como vendedora de ilusiones. Con ese fin, Barnum fundó su propio periódico. Durante los tres años que fue editor, sufrió varias condenas por difamación que atribuyó a “su vehemencia juvenil”. En una de estas oportunidades fue sentenciado a pasar 60 días en prisión, circunstancia que él se encargó de convertir en un asunto político. Cuando salió de la cárcel (cuya celda había sido acomodada con todos los lujos) la gente lo aclamaba por la calle como a un general victorioso. Entre discursos encendidos por los efluvios del alcohol, Barnum fue consagrado como un mártir de la libertad y un paladín de los derechos del hombre. En una editorial inmodesta, Barnum no dudó en describirse como “un valiente abogado de la verdad, centinela de la libertad y terror de los tiranos”.
El público. Durante su gestión como periodista comprendió las ventajas de la inversión a gran escala, el poder de la publicidad masiva y el beneficio de identificarse con causas patrióticas y populares para manipular los medios en su provecho.
Confiado en lo que había aprendido y seguro de sí a pesar de contar sólo 25 años, Barnum se trasladó a New York, donde montó su primer espectáculo al que llamó “el menos enaltecedor de mis emprendimientos”. Había llegado a sus oídos que una esclava llamada Joice Heath decía ser la nodriza de George Washington. Era esta una afirmación temeraria, porque el padre de la patria había abandonado la lactancia hacía más de 140 años y la señora en cuestión afirmaba andar por los 161 años. A pesar de estas inconsitencias, Barnum contrató a Joice Heath por mil dólares semanales y cientos de espectadores se entretuvieron escuchando las anécdotas de la infancia de Washington, mientras Joice administraba una generosa dosis de patoterismo y fervor religioso, elementos indispensables, según Barnum, para el éxito de cualquier espectáculo popular.
“El público –sostenía– está siempre dispuesto a que lo diviertan aunque sepa que lo están engañando”.
Mientras Heath contaba historias del balbuceante Washington, Barnum adquirió el primero de sus ejemplares fraudulentos, la llamada sirena de Fidji que fue presentada como una verdadera ninfa embalsamada aunque bien sabía Barnum que era el torso de un mono unido a la cola de un salmón por artistas japoneses. La sirenita debidamente promovida por los medios fue otro éxito colosal.
A esta altura, Barnum ya conocía todos los trucos para manejar la opinión del respetable público y la prensa especializada. Estaba convencido de que había llegado el momento de exhibir las curiosidades de la naturaleza humana. El más célebre de los personajes que Barnum expuso fue el General Thumb, un niño de 4 años que padecía enanismo hipofisario. Barnum le enseñó algunos trucos, el jovencito aprendió unos chistes, memorizó varias canciones y pronto se convirtió en una estrella que hacía las delicias del público. New York le quedó chica al enanito, que salió de gira por América y Europa. En Londres, la misma reina Victoria pidió ver al pequeño prodigio
A raíz de este y otros éxitos, Barnum acumuló una impresionante fortuna. Su nuevo status hacía innecesario fabricar entuertos para generar publicidad. El dinero compra muchas cosas, entre ellas la dignidad. Barnum necesitaba ganar respetabilidad, y para ello nada mejor que organizar la gira Americana de la soprano más conocida de su tiempo, Jenny Lind, el ruiseñor escandinavo. Con ella, Barnum fue muy generoso, y vale aclarar a su favor que siempre fue buen pagador. Muchas de sus estrellas se enriquecieron a su costa.
Otro de sus emprendimientos exitosos fue el Museo Americano, edificio de 5 pisos ubicado en un espacio céntrico de New York. Bajo la dirección de Barnum, el Museo atesoró curiosidades de la naturaleza y extraños objetos, además de exhibir animales exóticos, extraordinarios seres humanos y piezas teatrales. Allí Barnum estrenó una serie de obras de teatro a las que llamaba “dramas morales”, como La cabaña del Tío Tom. En ese lugar hicieron sus presentaciones la gigante Ana Swan; Zip, el microcéfalo; Josefina Clofullia, la mujer barbuda; Dora Dawron un seudohermafrodita y Salumma Agra, la belleza circasiana, una joven hermosa que decía haber vivido en un harem del que había sido rescatada de una oprobiosa esclavitud sexual gracias al heroico accionar de un explorador americano. Curiosamente, Agra hablaba muy bien inglés, pero nada de turco, porque decía que la traumática experiencia le había hecho olvidar su lengua madre. Más tarde se supo que Agra había nacido en Alabama, USA.
Naturalmente, aparecieron competidores que imitaron, o mejor dicho plagiaron, los éxitos del Museo Americano. El más notable de estos fue el Peale Museum, dirigido por H. Bennet. Cuando este fue víctima de una serie de desafortunadas inversiones que hicieron peligrar el futuro del Peale, el mismo Barnum salió en su rescate. Secretamente lo contrató a Bennet para continuar con la parodia de la competencia. De la confrontación surgía la publicidad, y de esta, la afluencia de público que asistía complacido a ver ambos espectáculos.
El núcleo del negocio. Después de tres incendios, el Museo no volvió a abrir sus puertas. Resulta imposible negar el éxito rotundo de este espacio abierto todos los días al público, que recibió más visitas que el Museo Británico a pesar de que el espectáculo costaba 25 centavos, mientras que el Británico era gratuito. Al respecto, Barnum afirmaba: “Cuando la gente pretende obtener algo por nada seguramente será estafada”, y como ejemplo contaba la vez que organizó una exhibición gratuita de caballos enanos en New Jersey. Miles de neoyorquinos cruzaron el Hudson para ver este minúsculo show, que a Barnum le reportó enormes ganancias porque todos los barcos que cruzaban el río le pagaron 6 centavos por estos pasajeros entusiasmados ante la gratuidad del espectáculo. Cómo solía afirmar: “A cada instante nace un idiota”.
A pesar de Jenny Lind y el reconocimiento del Museo Americano, que le daba a su carrera aires de respetabilidad, el pasado de Barnum como embaucador lo perseguía. El editor J. Thomson al leer un esbozo biográfico del empresario en el programa de uno de sus espectáculos, comentó: “Barnum es un gran hombre que ha contribuido a agitar violentamente las largas orejas de estos asnos bípedos, tanto más fuerte que cualquier otro amo de circo ha logrado con el sonar de su látigo”.
Aunque lapidarias, estas palabras inspiraron en Barnum la idea de escribir una autobiografía, cuando ese género estaba sólo reservado a individuos con valores dignos de ser imitados. Al parecer, Barnum se creía dueño de esas virtudes. Su biografía vendió un millón de copias aunque cosechó muchísimas críticas y comentarios adversos. Barnum se confesaba un embaucador pero a su vez se excusaba diciendo que sólo era uno más en un mundo repulsivo. No era él ni el mejor ni el peor, pero al menos tenía la honestidad de reconocerse como tal.
La prensa inmediatamente atacó la endeble base moral de estos argumentos y Barnum contestó los ataques diciendo que si bien algunos de sus emprendimientos no habían sido muy felices, sus pecados habían sido expiados por sus muchos aciertos. Afirmaba (y con razón) que muchas veces recurría a las mismas estratagemas que utilizaban los abogados y políticos, pero con el solo fin de entretener, mientras que estos las usaban con fines menos inocentes, falseando las expectativas de los ciudadanos que los habían votado.
Las discusiones sobre su biografía proliferaron hasta tal punto, que Barnum, satisfecho por la promoción gratuita, comentó con una sonrisa “que hablen lo que quieran, lo único que me importa es que escriban bien mi nombre”.
Después del incendio del Museo en 1868, Barnum organizó el circo más grande del mundo que contó entre sus estrellas a Jumbo, un enorme elefante que había comprado al zoológico de Londres. Tan célebre fue la bestia que su nombre se convirtió en sinónimo de desproporción.
Barnum murió en abril de 1891. Una semana antes hizo publicar su obituario en el Evening Sun para ver qué decían los demás periódicos. Una vez leída las reseñas laudatorias sobre su trayectoria, esperó tranquilamente para entregar su alma al Creador (en caso de que Él se haya dignado a recibirla).
A su familia le dejó una fortuna inmensa; de hecho, fue el segundo norteamericano en juntar un millón de dólares después de Cornelius Vanderbilt. “El dinero es un duro patrón, pero un espléndido sirviente”, solía repetir y Barnum supo de su dureza y sus esplendores gracias a su capacidad de convertir a las ficciones en realidades y a las realidades en dinero.
*Autor de “Monstruos como nosotros”.