En el Japón, los políticos corruptos se suicidan: pocos días atrás, se ahorcaron el ministro de Agricultura y el ex director de la Agencia de Recursos Verdes. En China, corren el riesgo de morir ejecutados, destino éste que le espera al ex director de la Administración Estatal de Alimentos y Medicinas. ¿Y en la Argentina? Depende. Si la economía anda bien y la clase media dispone de dinero suficiente como para comprar los artefactos que le gustan, pueden obrar sin problemas ya que la mayoría hará gala de su respeto por la ley no escrita de “roban pero hacen”. Es por eso que desde hace cuatro años la corrupción no figura entre los temas principales de la política nacional. Aunque dirigentes opositores como Elisa Carrió denuncian con la indignación debida el saqueo sistemático que según ellos están llevando a cabo los kirchneristas encabezados, cuándo no, por el ministro de Planificación Julio De Vido que a su vez acata las órdenes del presidente Néstor Kirchner, la mayoría prefiere no dejarse conmover por lo que se supone está sucediendo. Por cierto, el impacto de las acusaciones formuladas por la jefa de la Coalición Cívica ha sido ínfimo en comparación con el que tuvo el célebre caso de “coimas en el Senado”, que sirvió para empujar al gobierno de Fernando de la Rúa hacia el abismo por el que algunos meses más tarde se precipitó. Desgraciadamente para el radical, en aquel entonces la Argentina se hundía en una recesión económica exasperante; de lo contrario, a nadie le hubiera preocupado demasiado la presunta compra de votos senatoriales por ser cuestión de nada más que una modalidad tradicional.
Por fortuna, en la actualidad las circunstancias económicas son distintas. La gente quiere que el crecimiento casi asiático continúe hasta que por fin los beneficios lleguen a todos, razón por la que no está dispuesta a agitarse por algunos miles de millones de pesos que una opositora jura que terminaron en manos de los kirchneristas. Dicha indiferencia no significa que la mayoría crea que el equipo del presidente Kirchner es relativamente honesto y que de todos modos su jefe no vacilaría un solo minuto en echar a cualquiera que le resultara sospechoso porque sólo se trata del fruto tranquilizador de una especie de pacto de no agresión que se basa en el deseo generalizado de que no ocurra nada que pudiera ocasionar una nueva crisis política. Los más entienden muy bien que la Argentina es un país en que la corrupción es un mal crónico y que por lo tanto sería utópico imaginar que luego de la gran crisis del 2002 los dirigentes optaran por tomar en serio el consejo sabio de Luis Barrionuevo y “dejar de robar por lo menos dos años”.
La convicción de que la soñada revolución ética es una asignatura pendiente está compartida por los empresarios y otros que todos los años son consultados por la organización berlinesa Transparencia Internacional, conforme a la cual la Argentina ocupa el puesto número 93, acompañada por algunas naciones africanas como Tanzania, en su lista de los países que son considerados menos corruptos. A juicio de los de Transparencia, los únicos lugares en América del Sur en que es más fácil para un político o funcionario privatizar el dinero de los contribuyentes son Bolivia, Paraguay y Venezuela. Por lo tanto, es razonable dar por descontado que –siempre y cuando no haya ocurrido un milagro silencioso muy poco probable que hasta ahora nadie ha detectado– la corrupción sigue siendo rampante y que son muchos los personajes vinculados con el Gobierno que tienen buenos motivos para rezar para que el país no esté por experimentar una de sus olas periódicas de frío puritano.
Es por eso que inquieta tanto al Gobierno la evolución del caso Skanska. A raíz de este asunto, el jefe del Gabinete, Alberto Fernández, ya tuvo que admitir que “perdió el invicto en materia de corrupción” porque dos funcionarios, que en seguida se vieron expulsados del redil por Kirchner, fueron citados por la Justicia. El Gobierno no puede sino temer que los resueltos a impulsar la investigación de los sobornos que, de acuerdo con un ex directivo de Skanska y otros, pagó la multinacional sueca a funcionarios del área manejada por De Vido, y de los sobreprecios que en opinión de muchos son moneda corriente cuando obras públicas están en juego, encuentren pruebas suficientes como para asegurar el procesamiento de algunos pingüinos influyentes. En tal caso, a Kirchner le sería difícil evitar ser salpicado. Después de todo, es jefe de un gobierno cuyos integrantes tienen que obedecerle sin chistar. Como dijo Carrió, “De Vido es Kirchner, no es un personaje corrupto autónomo. En este gobierno hay caja centralizada”. Dicho de otro modo, si roban es para la corona.
Según el CEO mundial de Skanska, el norteamericano Stuart Graham, “en todos los países hay gente que ve un contrato de construcción como un gran botín de dinero del que pueden sacar algo”. Huelga decir que a nadie se le ocurriría suponer que la Argentina, incluida como está entre los países más corruptos del planeta y que, para más señas, se destaca por el desprecio que siente el Gobierno por quienes se quejan por su falta de interés en que haya al menos un mínimo de seguridad jurídica, constituya una excepción a esta regla deprimente. Puede comprenderse, pues, la confianza de los sabuesos opositores en que si logran seguir avanzando por las pistas que ya se han abierto terminarán topándose con muchos escándalos aún más perturbadores que el provocado por las actividades ilícitas que se atribuyen a funcionarios involucrados en la ampliación de un par de gasoductos.
Se informa que ya son doce las empresas constructoras que están acusadas de irregularidades, como la de pagar más de lo debido por el derecho a encargarse de distintas obras públicas. Extrañaría que no hubiera muchas más que operan en este negocio cuya contabilidad sobreviviría a un arqueo detallado por parte de profesionales independientes. Si es así, quienes hablan de un plan de saqueo premeditado, no del enriquecimiento veloz de algunos oportunistas sueltos, contarán con las pruebas que necesitan para justificar sus denuncias en el sentido de que en el fondo no hay ninguna diferencia ética entre los kirchneristas y sus enemigos favoritos, los menemistas, salvo la supuesta por los orígenes geográficos de los protagonistas. ¿Ayudará la Justicia a separar los rumores y las hipótesis de la verdad verdadera? El que la relación del Gobierno con ciertos jueces sea polémica, por decirlo así, hace pensar que preferiría dejar las cosas más o menos como están.
Es normal que en una sociedad como la argentina, en que la corrupción está arraigada desde siempre, un nuevo gobierno pueda afirmarse impoluto cuando se estrena con la seguridad de que por lo menos sus partidarios fingirán tomar en serio sus palabras, pero que antes de llegar a la hora de partir se haya granjeado la reputación de ser “el más corrupto de la historia”, lo que a esta altura sería toda una hazaña. El que la mayoría no haya manifestado preocupación por la conducta de los kirchneristas no quiere decir que los crean más virtuosos que sus antecesores sino que se sienten bastante conformes con la marcha del país. Mientras persista la sensación así supuesta, hasta los escándalos más espectaculares protagonizados por integrantes del Gobierno no perjudicarán las posibilidades electorales del candidato de los pingüinos, sea éste Néstor Kirchner o, como parece cada vez más probable, su esposa la senadora Cristina de Kirchner. De alcanzar su fin el clima de bonanza incipiente, empero, incluso un escándalo menor bastaría como para hacerlo tropezar.
He aquí un motivo por el que tantos constitucionalistas latinoamericanos han insistido en la necesidad de impedir que los gobiernos se eternicen, y por el que los gobernantes mismos protestan con pasión contra los límites impuestos. Cuanto más tiempo disfrute un grupo determinado de personas del poder, más sistemática resultará ser la corrupción. Por cierto, escasean en la región los ejemplos de gobiernos que, luego de cuatro años o más en el poder, no se hayan visto frente a una avalancha de denuncias por diversas formas de enriquecimiento ilícito. Demás está decir que el peligro de que los funcionarios caigan en la tentación de anteponer sus intereses particulares o corporativos al bien común es mayor cuando un gobierno está dominado por quienes aprendieron sus artes gobernando una provincia donde las reglas eran más flexibles, como en el caso de Santa Cruz, y los políticos y funcionarios se conocen muy bien. Por una cuestión de lealtad personal, en la Argentina los lazos de complicidad así consolidados siempre han estimulado la corrupción, de ahí la necesidad de renovar una clase política en que demasiados se han acostumbrado a los arreglos neofeudales.