De tomarse en serio la retórica que emplearon en los días que precedieron a la “Cumbre de las Américas” en Trinidad y Tobago, virtualmente todos los mandatarios latinoamericanos creen que la pequeña e inofensiva isla de Cuba es víctima de un “bloqueo” despiadado que, al impedirle intercambiar bienes con el resto del planeta, ha depauperado a sus habitantes. Puesto que el único país que ha procurado limitar su relación comercial con Cuba es los Estados Unidos, atribuirle la responsabilidad por el hundimiento económico del reducto comunista es un tanto exagerado, pero se trata de un detalle que los indignados por la hostilidad norteamericana hacia la dictadura prefieren pasar por alto. Cuando hay un conflicto entre los Estados Unidos y un régimen latinoamericano, se ponen automáticamente al lado del “hermano”; puede que sea un delincuente, pero forma parte de la familia, de suerte que no se permite que ningún extraño lo critique.
Así, pues, durante el encuentro que hace una semana celebraron con el presidente Barack Obama, los asistentes latinoamericanos, todos transformados en paladines entusiastas de la libertad de comercio, negaron con firmeza que cualquier gobierno, en este caso el estadounidense, tuviera derecho a manejarlo según sus propios criterios. De basarse en principios auténticos, tanta unanimidad hubiera sido una buena noticia para países como Chile y Rusia, víctimas esporádicas de miniembargos argentinos, pero la verdad es que sólo se trataba de un buen pretexto para incomodar a los Estados Unidos, razón por la que los representantes de los distintos países de la región quisieron hacer de la relación de la superpotencia con la última dictadura militar del hemisferio el tema dominante de la cumbre.
No es que les haya preocupado el destino de los cubanos de pie, asunto este que los tiene sin cuidado, sino que les encantaba tener una oportunidad para poner a los yanquis en el banquillo y amonestarlos por su torpeza, crueldad, mezquindad, mentalidad anacrónica y muchas otras deficiencias. En cuanto a Obama, desempeñó a la perfección el papel que le tenían reservado. Si bien tuvo el mal gusto de aludir en diversas ocasiones a la falta de libertades en el feudo de los comandantes Castro y, peor aún, insistió en mantener el embargo –o sea, “el bloqueo”– por un rato más, un lapso que los entendidos imputaron a la miopía de los legisladores norteamericanos y la influencia del famoso lobby cubano de Florida, Obama siempre se mostró debidamente modesto y, para satisfacción de los estadistas experimentados y sabios que lo rodeaban, se afirmó resuelto a “aprender” de ellos.
Algunos días antes de congregarse los mandatarios en Puerto España, Obama atenuó levemente el embargo y señaló que, siempre y cuando los Castro le den algo a cambio, le gustaría levantarlo. Le convendría hacerlo no porque sea “inmoral”, como aventuraron algunos partidarios de la reincorporación de Cuba a organismos como la OAS, sino porque no ha funcionado. Gracias al embargo, el régimen cubano ha podido culpar al “imperio” por todas sus muchas desgracias –confesando tácitamente de este modo que “la revolución” depende del capitalismo–, lo que le ha permitido prolongar su vida.
Pues bien: el que en ocasiones como esta el presidente norteamericano de turno sea el único que se sienta obligado a intentar impulsar la democratización de Cuba y quejarse por el desprecio sistemático del régimen medio centenario por los Derechos Humanos, podría considerarse un tanto sorprendente en vista del compromiso presuntamente férreo de los latinoamericanos mismos con dichos ideales, pero sucede que a juicio de buena parte de la clase política regional, y ni hablar de las lumbreras intelectuales, el activismo norteamericano en tal sentido es hipócrita, ya que su propio país es culpable de los abusos más execrables, y constituye una forma intolerable de intromisión en la política interna ajena. Así reaccionó el en aquel entonces presidente Jorge Rafael Videla cuando a su homólogo yanqui Jimmy Carter se le ocurrió afirmarse horrorizado por los crímenes perpetrados en el marco de la guerra sucia; aunque los reacios a criticar a los Castro por sus delitos nunca lo aceptarían, su actitud se asemeja mucho a la asumida por los “amigos del Proceso”.
Además de consignar al tacho de basura las recomendaciones por lo general sensatas del “consenso de Washington” de los años noventa, los dirigentes latinoamericanos han abandonado la idea de que acaso sería bueno presionar a regímenes dictatoriales para que dejaran de reprimir, a menudo con métodos sanguinarios, a sus compatriotas, motivo por el que en la cumbre ninguno propuso que ellos se encargaran de apurar la eventual evolución de Cuba en un país democrático. Cuando hablan de la “solidaridad” con los “pueblos hermanos”, lo que tienen en mente Cristina, Lula, Calderón, Bachelet y los demás es sólo la relación entre los distintos gobiernos. Desde su punto de vista, los Castro son Cuba, un país que es tan latinoamericano como el que más, y por lo tanto hay que reintegrarla cuanto antes a las organizaciones regionales de las que, merced a la arrogancia yanqui, fue expulsada hace muchos años sólo porque sus gobernantes pisoteaban con saña los derechos fundamentales de sus habitantes.
Consciente como es de que, a juicio tanto de la opinión pública internacional como de los norteamericanos más esclarecidos, los Estados Unidos han sido responsables de una proporción notable de los males del planeta, y puesto que está resuelto a mejorar la imagen antipática así granjeada, Obama ha decidido que le corresponde una postura muy pero muy humilde toda vez que le toca charlar con mandatarios del resto del mundo. En Puerto España, no se dejó ofender por nada, aceptando con amabilidad el libro autocompasivo y, cuando no, ferozmente antinorteamericano, Las venas abiertas de América latina, de Eduardo Galeano que le regaló un sonriente Hugo Chávez y escuchando complacido las arengas de personajes como el nicaragüense Daniel Ortega.
Aunque para muchos el espectáculo brindado por un presidente norteamericano contrito es sin duda alguna grato, acarrea el riesgo de que tanto Chávez como otros personajes aun más peligrosos, entre ellos el iraní Mahmoud Ahmadinejad, el norcoreano Kim Jong II, el ruso Vladimir Putin, los piratas somalíes y los talibán que están apoderándose de zonas cada vez más extensas de Pakistán y Afganistán, lo tomen por un debilucho a quien podrán desafiar con impunidad. De ser así, y todo hace pensar que lo es, el mundo acaba de entrar en una fase sumamente agitada: sin un gendarme internacional que sea capaz de hacerse obedecer, los revoltosos tendrán una oportunidad espléndida para provocar estragos que a buen seguro aprovecharán al máximo.
Por motivos comprensibles, Obama quiere diferenciarse de su antecesor George W. Bush. En lo que concierne a la política exterior de su país, lo ha hecho dando un giro a la derecha, no hacia la izquierda como casi todos creen. Cuando el tejano iniciaba su segundo mandato, proclamó que la estrategia tradicional de mantener relaciones estrechas con los regímenes autoritarios o totalitarios que no amenazaban a los intereses de los Estados Unidos había fracasado por completo, y que por lo tanto su gobierno apoyaría en todas partes las fuerzas democráticas aunque en el corto plazo los resultados fueran contraproducentes. Al debilitarse su posición política, Bush optó por una actitud más “realista”, afirmándose preparado para negociar –si bien de manera informal– con cualquiera, incluyendo a los norcoreanos e iraníes, pero aún así dejó sentado que procuraría usar el poder de su país a favor de la democracia y en contra de la tiranía. Por algunos meses, la iniciativa sirvió para alarmar a muchos autócratas en el Medio Oriente, pero en cuanto Bush se resignó a ser un pato rengo impotente se dieron cuenta de que no tenían por qué inquietarse. A juzgar por su conducta hasta ahora, Obama ha llegado a la conclusión de que no vale la pena perder demasiado tiempo intentando promover la democracia o el respeto por los Derechos Humanos en latitudes en que las elites gobernantes no comparten tales preocupaciones, de ahí su voluntad de congraciarse con las de América latina acercándose, si bien tímidamente, a Cuba.
Luego de encontrarse con la nueva estrella de la política mundial en Puerto España, los líderes de la región regresaron a casa hablando maravillas del hombre. ¡Tanta inteligencia! ¡Tanta elegancia! ¡Tanto carisma! Coincidieron en que se había inaugurado una nueva era –una más– en la relación entre el gigante del norte y los países del sur, una que se caracterizaría por el respeto mutuo y la seguridad reconfortante de que todos, desde el islote más chiquitito hasta naciones de dimensiones continentales como los Estados Unidos y Brasil, eran de algún modo iguales. Es una linda ilusión, pero la realidad es que los Estados Unidos siguen teniendo mucho más poder, riqueza y capacidad para innovar que todos los demás “socios” reunidos. También lo es que aún escasean los políticos latinoamericanos que entienden que en última instancia, la solución para los problemas desgarradores de sus respectivos países no vendrá de alguien como Obama sino que dependerá de sus propios esfuerzos.