Siempre hubo un vínculo determinante. El espectro de uno generó la realidad del otro. De ahí en más, el vigor o la declinación del primero explicarían la expansión o la flexibilización del segundo. Todo dentro de una lógica que, a esta altura de la historia, parece ceder ante el absurdo.
El Estado de Bienestar nació como antídoto del capitalismo para no desaparecer frente a su letal enemigo comunista. Alemania fue la sala de parto y ahora es allí donde quieren escribir su certificado de defunción. Los síntomas de la enfermedad terminal parecen más claros en otros rincones de Europa. Por caso España paralizada por huelgas, Grecia plagada de barricadas y Francia, vendiendo propiedades públicas por su agobiante deuda. No obstante, sin pancartas ni gases lacrimógenos, fue en Berlín donde se vivió la escena más dramática de lo que parece el final del Estado protector.
En el hemiciclo del Reichstag, Angela Markel padeció las de Caín para imponer al democristiano Christian Wulff como décimo presidente de Alemania. A pesar de la cómoda mayoría de la coalición centro-derechista en el Bundestag (Cámara baja), se necesitaron tres votaciones para superar las divisiones. Sucede que, normalmente, se entiende que el jefe de Estado alemán no debe pertenecer al partido que tiene mayoría, para que pueda jugar un rol de equilibrio. Pero la canciller defendió con uñas y dientes su candidato, batallando duramente incluso dentro de la propia coalición gobernante, haciéndola crujir y resquebrajarse, para poder llevar adelante su plan de profundos recortes en las redes estatales de protección social.
Curiosamente, el principal contendiente del hombre de Baja Sajonia que finalmente se convirtió en presidente, no fue la centro-izquierdista Lukretia Jochimsen, sino el pastor evangélico Joachim Gauck. Tanto el Partido Socialdemócrata como los Verdes apoyaron a este furioso anticomunista, que vivió como disidente en la RDA y hoy postula una visión que para muchos es, lisa y llanamente, neoliberal.
La crisis política alemana también tiene que ver con lo que aparenta ser los estertores del Estado benefactor. Ahora bien, si el comunismo, en tanto amenaza letal para el capitalismo, ha sido su razón de ser, ¿qué papel puede estar jugando en este momento, que ya no existe como sistema colectivista de planificación centralizada?
La respuesta constituye una de las grandes paradojas de la historia.
El embrión del Estado de Bienestar aparece en la Alemania decimonónica. Su gran impulsor no fue un izquierdista, sino un duro conservador: Otto von Bismarck. Sucede que “el canciller de hierro” tomó en serio el lúcido razonamiento que Marx había expuesto en “El Capital” y en el Manifiesto Comunista. En la ecuación marxista, las sociedades más industrializadas alumbrarían la clase que pondría fin al capitalismo, porque el proletariado industrial sería el primero de los sectores oprimidos en alcanzar la conciencia de clase. Y cuando vislumbrase el mecanismo explotador de la plusvalía, inexorablemente haría la revolución social.
Reaccionario pero estadista, Bismarck se dispuso a crear el antídoto para conjurar la lucha de clases que el desarrollo de la industria aceleraba en Alemania. De ese modo comenzó a tejerse la red de protección frente a la amenaza que, por entonces, sólo desde las teorías y el activismo de comunistas y anarquistas acechaba a la propiedad privada de los medios de producción.
En la tercera década del siglo XX, esa amenaza pasó de la teoría a la praxis, porque Lenin ya había creado el primer Estado gobernado por los comunistas.
Con la Unión Soviética como vecina, las cíclicas crisis del capitalismo se convertían en el flanco por el que podía avanzar la revolución. Por eso no es casual que al siguiente paso, el “welfare state” lo haya dado en la otra potencia industrializada de aquella Europa, Gran Bretaña, donde John Maynard Keynes aportó un sólido sustento económico al sistema de seguridad social, que además inmunizaba el aparato productivo contra los agujeros negros que cada tanto producían las fluctuaciones del libre mercado.
El keynesianismo ayudó a Franklin Roosevelt en la elaboración del “New Deal”, versión americana del welfare state, cuando la crisis del treinta creó un océano de desocupados donde estuvo a punto de naufragar el capitalismo. Pero no fueron sólo los gobiernos demócratas los que sostuvieron el Estado de Bienestar, sino también los presidentes republicanos Eisenhower, Nixon y Ford.
Lo mismo pasó en Europa. Las derechas defendieron y fortalecieron el Estado protector. De Gaulle y Adenauer son dos claros exponentes de esa convicción conservadora. Mientras la “cortina de hierro” existiera, la producción capitalista debía garantizar, en todos los estratos de la sociedad, un estándar de vida superior al del Este.
Logró su objetivo, pero como su suerte estaba ligada a la del comunismo, cuando en los años ochenta empezó a notarse la declinación soviética, aparecieron en las potencias occidentales los impulsores de la flexibilización del Estado de Bienestar. Margaret Thatcher en Gran Bretaña y Ronald Reagan en los Estados Unidos, proclamaron la “revolución conservadora”. No obstante, la Europa continental mantuvo su capitalismo con sensibilidad social y siguió sosteniéndolo aún después de la extinción del comunismo soviético.
La desaparición del colectivismo de planificación centralizada y también del socialismo autogestionario yugoslavo, provocó un fuerte cambio de roles: la izquierda marxista que siempre había atacado al welfare state por considerarlo el engaño capitalista a los obreros para mantener la explotación, se convirtió en su apasionada defensora; mientras que las centro-derechas se dividieron entre los partidarios de mantener ese capitalismo con rostro humano y los neoliberales, o sea los que no bien desapareció la amenaza comunista, pugnaron por desmontar el Estado benefactor, reducir la burocracia a su mínima expresión y dejar la totalidad de la economía a merced de los mercados.
A Europa la perturban estas señales de desmantelamiento del esquema socio-económico que con tanto éxito funcionó durante tanto tiempo. Su sociedad fue moldeada en un sistema de vida que ahora podría desaparecer. No entiende que ahora, cuando en los Estados Unidos y el resto de las Américas intentan retornar de lo que muchos consideran el “capitalismo salvaje”, Europa avance en esa dirección a la que tanto había resistido.
Las razones de este cambio de rumbo son muchas, por caso el envejecimiento poblacional y otras cuadraturas de círculo que la realidad les plantea a los sistemas previsionales. Pero la más curiosa de las causas está en países como China y Vietnam. Rincones asiáticos gobernados por los mismos partidos comunistas que Mao Tse-tung, Chu En-lai y Ho Chi Ming llevaron al poder en furiosas revoluciones, atraen a las empresas europeas más que sus propios países.
Sencillamente, instalarse en China o en Vietnam implica reducir al mínimo sus costos laborales, además de las inversiones para protección ambiental. Por eso desde que Den Xiaoping abrió la economía china y Vo Van Kiet cambió Vietnam con la política de “Doi Moi” (renovación), inspirándose en la vitalidad de Singapur, las grandes compañías europeas emigran a esos nuevos paraísos de la acumulación de ganancias. Y lógicamente, las grandes empresas alemanas fueron las primeras en sentir esa atracción fatal, precisamente por pertenecer al país de los costos laborales más altos de Europa.
Sin proponérselo, el comunismo favoreció siempre al Estado de Bienestar por la amenaza que implicaba para el capitalismo. Pero ahora se convirtió en una amenaza al Estado de Bienestar, porque los principales países gobernados por comunistas ya no quieren destruir el capitalismo, sino competir dentro del sistema por atraer las mayores inversiones de capital. Una paradoja de la historia que ni Bismarck ni Marx habrían podido imaginar.
*Periodista y politólogo