A menos que sea viuda o soltera y casta, tarde o temprano toda mujer que llega a la cima tiene que resolver un problema muy engorroso: ¿qué hacer con el hombre de la casa? En una sociedad machista, a menos que se destaque en un ámbito ajeno a aquel en que ha triunfado su pareja, un hombre puede sentirse humillado si lo ven en una posición subordinada, pero si se niega a resignarse a desempeñar con sinceridad aparente un rol secundario, correrá el riesgo de que la gente lo tome por el jefe auténtico, lo que socavaría la autoridad de la jefa formal.
Para Cristina de Kirchner, se trata de un asunto peliagudo. Aunque sabe que debe la presidencia a su hombre, Néstor Kirchner, también sabe que no les convendría a ninguno de los dos que brindara la impresión de estar bajo su tutela. Tiene que ser una presidenta de verdad, no un títere. Le es necesario, pues, encontrar cuanto antes para él un papel que sea digno y útil y que, si bien lo mantenga plenamente ocupado, no le permita hacerle sombra. Néstor entendió que durante la fase inicial de la gestión de su esposa le tocaría ocultarse. Pero no pudo con su genio. Aunque han transcurrido casi cuatro semanas desde que Cristina asumió el mando formal, Néstor sigue siendo el gran protagonista del relato político nacional.
Dadas las circunstancias, parecía lógico que hasta los meses finales del 2011 Néstor se dedicara a cuestiones internacionales a pesar de su falta de experiencia en la materia. Es lo que hacen muchos ex presidentes norteamericanos: a Jimmy Carter, sus actividades por lo común infructuosas a favor de buenas causas en diversas partes del planeta le valieron el premio Nobel de la Paz del 2002. Puede que Kirchner haya tenido algo similar en mente cuando, para sorpresa de muchos, emprendió viaje al Caribe para asistir a la eventual liberación de tres rehenes de la narcoguerrilla colombiana, pero acaso haya pesado mucho más el deseo de cimentar su relación con el presidente venezolano Hugo Chávez.
Luego de sentirse obligado a salir en público a defender a su esposa cuando desde Miami llegó la noticia ingrata de que un fiscal norteamericano suponía que aquellos casi 800.000 dólares que llevaba Guido Antonini Wilson en su valija estaban destinados a financiar su campaña proselitista, Kirchner decidió estrechar su alianza con su amigo bolivariano. Habrá imaginado que sería un modo de decirles a los yanquis que dejen a su esposa en paz, lo que podrían hacer si el presidente George W. Bush fuera un hombre lo bastante decente como para manipular la Justicia de su país conforme con las pautas que suelen respetarse aquí, pero sólo consiguió enredarse en un episodio estrafalario que lo hizo parecer, a lo mejor, ingenuo; a lo peor, dispuesto a respaldar a una horda de narcotraficantes y secuestradores con pretensiones “revolucionarias” que desde hace décadas está asolando Colombia contra un gobierno que tiene sus defectos, pero que es innegablemente democrático.
Chávez urdió la “operación Emmanuel” con el propósito indisimulado de desprestigiar al presidente colombiano Álvaro Uribe que, para su disgusto, no tiene el mínimo interés en sumarse a la yihad que está librando contra el imperio. El venezolano supuso que los gángsteres de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) no vacilarían en entregarle tres secuestrados –al fin y al cabo, poseen a centenares más, de suerte que no les costaría nada– para que pudiera afirmar que a diferencia de Uribe, un mandatario tan duro que insiste en combatir lo que es una de las principales manifestaciones del crimen organizado en el mundo entero, es un hombre de instintos humanitarios que sabe anteponer el dolor sufrido por las víctimas de la violencia a los prejuicios ideológicos anticuados.
Para que el triunfo esperado tuviera mayor repercusión, Chávez se hizo acompañar por una comitiva de notables extranjeros cuya presencia en la selva, según juró, serviría para garantizar la seguridad tanto de los tres rehenes que serían entregados como de los terroristas entregadores. No le fue difícil convencer a Kirchner de que prestarse a su juego le traería muchos beneficios, ya que la opinión pública planetaria aplaudiría su voluntad de arriesgar su vida –y su libertad, puesto que de tener la oportunidad las FARC serían capaces de secuestrarlo a él por entender que les resultaría aún más valioso que la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt–, para sacar de un gulag tropical a un niño y dos mujeres. Por lo demás, estaba el cineasta yanqui Oliver Stone –un admirador de Fidel Castro y Chávez– para filmar un documental que daría la vuelta al mundo y haría de él un héroe humanitario internacional.
No bien empezó el operativo, Kirchner pareció comprender que Chávez lo había involucrado en lo que sería un papelón al cual le costaría sustraerse con la dignidad intacta, pero ya le era demasiado tarde para hacer algo más que refunfuñar, quejándose de la incertidumbre, las demoras constantes y, claro está, de tener que regresar a casa con las manos vacías. Como el bueno de Chávez, que dirigió todo como si estuviera en medio de una operación de guerra, Kirchner se inclinó por culpar al “derechista” Uribe por el fracaso. Y trató de reivindicar los sentimientos humanitarios que según él motivaron su participación en el show chavista, dando a entender que seguiría interviniendo en embrollos de este tipo en un esfuerzo por asegurar que la Argentina cumpla un papel protagónico en el escenario internacional. Dicha aspiración resulta loable, pero es de esperar que en adelante tanto él como la presidenta Cristina piensen un poco más antes de emprender las próximas aventuras. Como descubrió para su pesar el desfacedor de agravios y sinrazones más célebre de todos, don Quijote de la Mancha, no siempre es saludable dejarse llevar por la voluntad de asombrar al mundo al hacer obras de bien.
Lo entienda o no Kirchner, aun cuando la “operación Emmanuel” hubiera culminado con la liberación del niño homónimo, de Clara Rojas y de Consuelo González, esto no significaría que por una vez el bien se habría anotado un triunfo en su lucha desigual contra el mal. Nunca es sencillo negociar con secuestradores. Si a cambio de tres rehenes las FARC hubieran conseguido lo que desde su punto de vista sería una gran victoria política y, con toda probabilidad, una suma de dinero nada despreciable salida de la caja atiborrada de petrodólares que maneja Chávez, no habrían tardado en agregar muchos secuestrados más a los centenares que mantienen en cautiverio con el fin de comercializarlos.
Conscientes de esta realidad, los gobiernos del primer mundo dejan saber que nunca soñarían con tratar con delincuentes o bandas terroristas que procuren extorsionarlos con la captura de compatriotas. Es posible que algunos lo hagan en secreto, pero jamás lo confesarían por entender que sería contraproducente. Tal actitud puede criticarse por inhumana y es difícil de mantener en una época en que los medios de difusión ayudan a hacer pensar que hay que subordinar todo al destino de una sola persona identificada pero, como confirmaría cualquier jefe policial, a la larga la intransigencia suele resultar mucho más humanitaria que la voluntad de claudicar de quienes siempre están dispuestos a pagar un rescate, en efectivo o en prestigio político, porque temen más a la comprensible reacción inmediata de los familiares de las víctimas que a las consecuencias tal vez trágicas de su transigencia. ¿Están preparados los Kirchner para aplicar en la Argentina los mismos principios que según parece creen deberían regir en Colombia, prohibiendo a la policía tomar medidas contra secuestradores o incluso mostrarse en zonas elegidas para la entrega? Es de suponer que no: sucede que una orden tan extravagante no les reportaría beneficio alguno.
Los únicos responsables de la tragedia de los rehenes colombianos son los criminales de las FARC, gente cuyo desprecio por los derechos humanos más básicos es equiparable con no sólo el de los represores más crueles de la Argentina y otros países latinoamericanos, sino también con el de los nazis y los regímenes comunistas. Insinuar que en última instancia la condición atroz en que se encuentran los cautivos se debe a la dureza de Uribe, es tan perverso como lo sería culpar a los aliados por los campos de exterminio hitlerianos o a la burguesía occidental por el gulag soviético, pero hay muchos que piensan así. A su entender, es cuestión de un “problema político” y por lo tanto resulta absurdo intentar solucionarlo con medios militares. Si quienes hablan de este modo tuvieran razón, las FARC se habrían disuelto hace décadas ya que algunos gobiernos colombianos –que pasaron por alto la mentalidad totalitaria y el cinismo sin límites de los “comandantes” de la organización– han procurado pactar con ellos, pero todos los esfuerzos en tal sentido fracasaron, de ahí la popularidad envidiable de Uribe que, lo mismo que la mayoría de los colombianos, no comparte las ilusiones sensibleras de sus antecesores y no se deja conmover por las súplicas de mandatarios que nunca han tenido que enfrentar un desafío comparable.