Nunca ha sido fácil la relación de los porteños con el resto del país. Habitantes de una metrópoli que, como dijo una vez el escritor André Malraux, se parece a la capital de un gran imperio que jamás existió, suelen tratar a sus compatriotas del interior con una mezcla de desdén, compasión progresista y, de parte de algunos, envidia por considerarlos más “auténticos”. Es que se saben distintos. Si la ciudad de Buenos Aires fuera un país independiente, a pesar del estado dilapidado de muchos barrios su ingreso per cápita la ubicaría en el Primer Mundo, mientras que la brecha económica que separa a los porteños de los santiagueños, digamos, es equiparable con la que se da entre la Corea del Norte famélica y la pujante Corea del Sur. Y gracias a su atractivo cultural un tanto exótico, la Reina del Plata se ha transformado últimamente en un imán para turistas europeos, americanos y asiáticos.
Puede entenderse, pues, el fastidio que sienten muchos porteños por tener que depender tanto del Gobierno nacional que, merced a la punitiva “ley Cafiero”, les niega el derecho a contar con su propia fuerza policial y, lo que es igualmente molesto, les impide organizar su propio sistema de transporte. Aunque en la jerga oficial se llama la “Ciudad Autónoma de Buenos Aires”, la realidad no corresponde con esta definición orgullosa, de ahí la decisión del “jefe de Gobierno”, es decir, intendente, Jorge Telerman de bautizar su vehículo electoral como “Frente Más Buenos Aires” y de recordarles a los votantes que deberían culpar al presidente Néstor Kirchner y sus colaboradores por no atenuar dos de los problemas más apremiantes de la urbe que son la falta de seguridad en las calles y lo caótico que es el tránsito. También puede señalar que son muchos los bonaerenses que aprovechan los servicios médicos y educativos de la ciudad que están costeados por los residentes permanentes a través de los impuestos, aunque no alude a los subsidios que permiten que a pesar de gozar de ingresos más altos que quienes viven más allá de la Avenida General Paz pagan menos por el gas y electricidad que consumen.
Como hombre de la “centroizquierda”, esa región ideológica amorfa en que a juzgar por su retórica vive el grueso de los políticos del país, Telerman creyó que encontraría un lugar de privilegio en el universo K, pero el Presidente tuvo otra idea. Si bien está dispuesto a aprovechar la voluntad de mandatarios locales no peronistas de sumarse a su “proyecto”, de presentarse una oportunidad procura remplazarlos por personas que a su juicio serán más dóciles y en consecuencia más confiables. En Río Negro, el Gobierno apoyó sin éxito al peronista ultrakirchnerista Miguel Pichetto contra el radical kirchnerista Miguel Saiz y en la Capital impulsa con tesón la campaña del ministro de Educación, Daniel Filmus, el que conforme a todas las encuestas de opinión salvo las confeccionadas por sus partidarios terminará la primera vuelta detrás de Mauricio Macri y Telerman. ¿Ayuda mucho a Filmus tener en su rincón a Kirchner, los tres Fernández y otros jerarcas gubernamentales? Puede que sí. Los porteños no quieren demasiado a los kichneristas, pero como los votantes del interior saben muy bien que disponen de cantidades enormes de plata y que por lo tanto les convendría congraciarse con ellos: en cierto modo, la relación es similar a la existente entre Kirchner y el mandamás venezolano Hugo Chávez. Al acercarse a la recta final, el oficialista Filmus no deja de hablar de obras públicas, dando a entender de esta manera que de resultar elegido actuaría no como un intendente “autónomo” sino como un interventor generoso con acceso a las llaves de cajas atiborradas de fondos frescos.
Si bien el presidente Kirchner aún alberga la esperanza de que su hombre sorprenda a los encuestadores enemigos que prevén su derrota dando un batacazo, sabrá que los favoritos para pasar al ballottage final son Telerman y Macri y que tiene que prepararse para enfrentar dicho escenario. Si le importaran las posturas doctrinarias, le gustaría más que ganara el afrancesado que, al fin y al cabo, es un progre típico, no un empresario multimillonario vinculado con exponentes del satánico “neoliberalismo” vernáculo, pero huelga decir que las cosas distan de ser tan sencillas. Sucede que por razones que podrían calificarse de pragmáticas, en el mediano plazo un eventual triunfo de Macri no le vendría nada mal. Para comenzar, serviría para asustar un poco a aquellos progresistas que creen que, merced a la popularidad de Kirchner y el boom económico que ha dado pie a una explosión de consumo, además de permitir que las reservas superen los 40.000 millones de dólares, “la derecha” es una especie que en estas latitudes está en vías de extinción, de suerte que pueden darse el lujo de oponerse al gobierno del santacruceño, atacándolo desde la izquierda por su autoritarismo a menudo torpe.
Asimismo, por ser intrínsecamente conflictiva la relación del Gobierno con la Capital, si la administrara un “liberal” que se supone “de derecha”, a Kirchner no le faltarían pretextos para ensañarse con él, acusándolo de querer restaurar el régimen de los años noventa, cuando no de la segunda mitad de los setenta, de este modo intentando renovar sus credenciales progresistas que están por caducar por basarse casi exclusivamente en su hostilidad hacia los militares, los menemistas que ya están marginados y el FMI. Por lo demás, aun cuando no se produzca otra tragedia que sea comparable con la provocada por el incendio pavoroso que mató a casi doscientas personas en el boliche Cromañón, es más que probable que en los próximos años los porteños tengan derecho a quejarse con su amargura habitual por apagones atribuibles a la improvisada política energética nacional, inundaciones desastrosas que se verán agravadas por las deficiencias patentes de obras de infraestructura que fueron heredadas de los abuelos y bisabuelos de las generaciones actuales, el tránsito cada vez más endemoniado, la proliferación de baches y de montones de basura, entre otros inconvenientes.
Por ser Buenos Aires una ciudad tan difícil, pues, al presidente o presidenta Kirchner que de no ocurrir nada imprevisto estará en el poder entre diciembre del 2007 y el mismo mes del 2011, no le convendría del todo que lo gobernara un virtual interventor oficialista, como sería Filmus, que según sus adversarios se limitaría a acatar las órdenes que le envíen desde la Casa Rosada. Tampoco lo beneficiaría verla en manos de un personaje de perfil progre de actitudes ambiguas hacia el Gobierno como Telerman, cuya asociación con Elisa Carrió ha servido para advertirle que en cualquier momento podría perder el apoyo de la centroizquierda moralizadora que se ve concentrada en la Capital. Por lo tanto, no deliran quienes hablan de un pacto secreto entre Kirchner y Macri. Después de todo, ambos son políticos flexibles que están más interesados en construir poder que en las engorrosas cuestiones ideológicas que preocupan a sus respectivos aliados y simpatizantes. Aunque sus intereses son diferentes, esto no quiere decir que sean incompatibles.
Con todo, lo que más inquieta a los Kirchner hoy en día no es el largo plazo sino el impacto que tendrán los resultados de las elecciones porteñas en la campaña nacional que está en marcha desde mediados del año pasado. Si Filmus llega segundo y gana en el ballottage, los kirchneristas se entregarían a una orgía de triunfalismo, confiados de que en octubre arrasarían en todos los distritos del país, pero si lo hace Telerman les sería casi imposible compartir con él la victoria luego de haber apostado tanto al ministro, aunque algunos se consolarían diciendo que al menos mostraría que la centroizquierda sigue disfrutando de buena salud en la ciudad más mediática del país. En cambio, de imponerse Macri, tendrían que tratar de hacer pensar que se debió a la excentricidad notoria del electorado porteño que es tan diferente de aquel de otras partes del país que sus caprichos carecen de significado.
No se equivocarían por completo, puesto que con cierta frecuencia la Capital Federal vota a contramano del interior y, de todos modos, el eventual candidato oficialista contaría con el tiempo suficiente como para persuadir a la ciudadanía de que la mejor forma de frustrar el hipotético resurgimiento de la centroderecha consistiría en dar al pingüino o pingüina una rotunda victoria el 28 de octubre, estrategia que funcionaría si la mayoría realmente creyera en el evangelio kirchernista pero que, caso contrario, sólo serviría para dar un barniz ideológico a un triunfo que, de confirmarse, sería fruto menos del entusiasmo popular por el misterioso proyecto K que del temor a que su colapso prematuro inaugurara un nuevo período de anarquía política.