Nadie conoce tanto a los Kirchner como Rudy Ulloa Igor, el ex chofer de Néstor reconvertido en fructífero empresario de medios. El último fin de semana compartió con ellos el encierro blindado en la casona que el matrimonio tiene en El Calafate. Y como los trata desde hace casi tres décadas, supo cuándo era hora de irse: apenas empezaron los primeros gritos, Rudy se despidió rápido de su jefe, el ex presidente, y tras cerrar la puerta apuró el paso y llamó a un colaborador. “Se están matando”, le avisó por el celular.
Dentro del chalet, la Presidenta y su marido seguían discutiendo y gritando. El tema, esta vez, eran los comentarios adversos que generaba la sospechosa obra del tren bala argentino, adjudicada a la empresa francesa Alstom, que en Europa está siendo investigada, según se supo por estos días, por supuestos pagos de coimas en Asia y Sudamérica: plata a cambio de licitaciones millonarias. Fuera de sí, Cristina se quejaba de que nadie la había informado de esos detalles antes de firmar el contrato con Alstom. “¡Me mandaron a ciegas, esto es un papelón!”, alzó la voz frente a Néstor.
Días antes, el miércoles 30 de abril, habían llegado a El Calafate en dos de los aviones de la Presidencia, por separado: primero él y después ella. A diferencia de otras veces, Kirchner no la acompañó en los actos que le organizan a su mujer en esa villa turística para alargarle los fines de semana. Y en las 96 horas que luego compartieron en su casa sureña hubo demasiados reproches: además del tren bala, discutieron por la crisis con el campo, por Guillermo Moreno y Alberto Fernández, por la inflación y el INDEC, por Luis D’Elía y sus métodos, en fin, por casi todo. Ahora siguen gobernando a los empujones, superponiéndose en sus sucesivos discursos y agigantando la sensación de zozobra que trasmiten desde el poder compartido.
Vea la nota completa en la edición impresa de la revista Noticias