Ella tiene un problema: lo suyo es suyo y lo de uno… es suyo también”, resume el taxista mientras trata de esquivar un colectivo que, fuera de su recorrido normal, se le adelanta por izquierda al tiempo que un motoquero avanza por la derecha. “… ¿Y cuántos años tiene?”, pregunta la pasajera, ya demorada por el corte parcial que elimina dos carriles de la avenida 9 de Julio. “No es chica –dice el hombre–. Cumplió 25 ya”. Si hubiera tenido 6 años, el comportamiento de la mujer en cuestión hubiera sido esperable, gracioso, comprensible. A los 25 ya no tanto. Y no porque la idea de posesión no siga ahí, guardada en un rincón de la mente y del instinto, sino porque la educación y las reglas sociales van relegando el instinto poseedor a un nivel manejable, racional, discernible. En buena parte de los casos, al menos.
Es que quienes viven dentro de la cultura occidental se caracterizan por tener un fuerte sentido de la posesión: ciertos objetos pasan, de algún modo, a ser una extensión de quien los tiene. Y no se trata de objetos valiosos a nivel monetario, dicen decenas de científicos que estudian el fenómeno, sino de objetos valiosos a nivel subjetivo. Que, a veces, también tienen un alto valor de mercado.
A tal punto es fuerte el fenómeno de la posesividad de los seres humanos, que hay una nueva área de investigación científica a la que se denomina “economía del comportamiento”, que lo que busca es desvelar los procesos cognitivos que llevan a las personas a tomar decisiones acerca de lo que poseen y lo que desean tener. Los estudios muestran que el sentido de poseer cosas se desarrolla muy temprano, inclusive entre los bebés y los chicos, especialmente cuando usan esos objetos como una manera de sentirse protegidos. Después, a lo largo del tiempo, ciertos objetos sirven para expresar la propia identidad.
Lo que más les llama la atención a los científicos es que, inconscientemente, cuando una persona compra, guarda, vende, sus propios objetos, se ponen en marcha ciertos mecanismos cerebrales que evalúan las pérdidas y ganancias potenciales en términos de significado emocional. Esto explica por qué, muchas veces, las personas sobrereaccionan cuando pierden determinadas cosas, cuando se dañan, cuando las roban.
Instintos. Solamente los seres humanos fabrican y guardan sus posesiones. Hay primates que fabrican herramientas rudimentarias para romper nueces o para atrapar insectos, pero por lo general esos artefactos son descartados una vez que cumplieron con su fin. Y ya desde chiquitos, desde bebés, los cachorros humanos tienden la tendencia a tejer relaciones sentimentales con ciertos objetos. Cualquier adulto con chicos cerca sabe que la pérdida de un peluche puede ser dramática para un chico de 3 años.
Aunque la manera de manifestarlo sea más disimulada y mesurada, ese mismo trauma de la pérdida de esos objetos que tienen un significado sentimental se repite entre los adultos y, dice la ciencia, tiene una base fisiológica. Un estudio hecho por el psicólogo experimental inglés Bruce Hood entre personas adultas a las que se les pidió que cortaran de fotos personales aquellos objetos a los que más apego tenían de chicos: ese acto despertó una fuerte sensación de ansiedad, que se tradujo en una fuerte conductividad eléctrica a nivel de la piel. Cuando a esas mismas personas se les pidió que recortaran de las fotos otros objetos sin significado emocional, como por ejemplo teléfonos celulares de última gama, costosísimos, la reacción del cuerpo no fue la misma. Fue mucho más reposada, sin sobresaltos y sin ansiedad.
Uno mismo. “El sentido de sí mismo de un hombre es la suma total de todo aquello que puede llamar “suyo”, no solamente su cuerpo y sus poderes psíquicos, sino también sus ropas y su casa, su esposa e hijos, sus ancestros y amigos, su reputación y su trabajo, sus tierras y caballos, y yates, y cuentas bancarias”, decía el psicólogo William James en 1890, en sus “Principios de Psicología”.
Por eso es que, dice la teoría sociológica ahora, a los presos se les quitan todas sus posesiones antes de abandonar la libertad de la calle. Y tal vez por eso es que los nazis les quitaban todo a sus víctimas en los campos de concentración: como un intento de borrar parte de su identidad.
Russel Belck, profesor de marketing de la Universidad York de Canadá, le denomina a esto de ser uno mismo en sus objetos más queridos “identidad extendida”. Este apego a objetos, este sentido de posesión como parte de uno mismo es lo que explica, en parte, la sensación de tragedia personal que puede sentirse cuando esas posesiones son violadas (por robo, por pérdida o por daño). “Cuando alguien viola la propiedad personal de uno, ese acto despierta emociones muy profundas”, señala Hood, director del Centro de desarrollo cognitivo de la universidad de Bristol, en Inglaterra. Y no por el valor económico, aunque esta sensación sí influye en decisiones de tipo económicas que puede tomar alguien.
Lo mío vale más. Daniel Kahneman, de la Universidad de Princeton, es psicólogo y ganó un Premio Nobel de Economía en el 2002. Pero más allá de eso, hizo un estudio que demuestra cómo el sentido de posesión que las personas tienen sobre las cosas afecta decisiones más generales de tipo económico. Sin que siquiera se den cuenta de eso.
Kahneman trabajó con estudiantes de la universidad de Cornell, y lo que hizo fue (en apariencia) muy simple. Les entregó a cada uno un tazón de café que en el mercado valía 6 dólares. Los estudiantes intercambiaron sus roles de compradores y vendedores a lo largo de sucesivos intercambios; mientras, los científicos iban chequeando a cuánto vendían y compraban los objetos, entre otras cosas.
Lo que advirtieron los sorprendió: las transacciones habían sido francamente escasas, y todo porque no había acuerdo entre el precio de venta y las ofertas de compra para los tazones. Los estudiantes les fijaban a los que ellos habían tenido un valor mucho más alto que el que estaban dispuestos a pagar por los tazones de los otros estudiantes, aun cuando todos los tazones eran exactamente iguales. Resultado: el valor de venta subía, y el de compra, bajaba.
A este efecto se lo bautizó como “efecto de certidumbre”; el experimento se volvió a hacer muchas veces con diferentes tipos de objetos, desde botellas de vino hasta barras de chocolate, y el resultado es siempre el mismo.
Otro psicólogo, James Wolf, de los Estados Unidos, hizo un ensayo (nuevamente con tazas de café) pero esta vez usados en subastas públicas. Entre más tiempo tenía una persona las tazas en su poder, mayor precio estaba dispuesta a pagar. Entre más contacto con el objeto tiene alguien, más valor le otorga.
¿Cómo se explica esto? Hay psicólogos y neurólogos que creen que es por algo relacionado con otra característica humana: la aversión a la pérdida. Quien creó este concepto fue el mismo Kahneman (el Nobel), y lo que sostiene es que las personas consideran más significativa una pérdida que una ganancia. Aquel dicho de “no valoras algo hasta que lo perdés” tiene, según algunos científicos, una base biológica y psicológica cierta.
Un neurocientífico, Brian Knutson, de la Universidad de Stanford, descubrió que hay patrones de actividad neural que ocurren en el cerebro y que refuerzan el efecto de certidumbre. Estudios de imágenes de resonancia magnética muestran que el nucleus accumbens, una región del cerebro vinculada con la recompensa, se activa más cuando una persona mira un objeto que quiere, más allá de que esté comprando o vendiendo ese objeto.
Cuando alguien cree que está comprando algo a un precio irrisorio, el cortex prefrontal medio (otra área que conforma el circuito cerebral de recompensas) también se activa; pero eso no pasa cuando el precio es muy alto. Cuando esa misma persona mira un objeto de su propiedad que está vendiendo a un precio inferior al que le gustaría, la región cerebral que se activa es la ínsula en el hemisferio derecho. Esto marca que hay una fuerte decepción, y cuanto más activa la ínsula, más fuerte el efecto de certidumbre; es decir que entre más decepción y desagrado, más alto se valúa la posesión de ese objeto querido.
Bien humano. El efecto certidumbre ya está presente en los chicos de 6 años, con lo cual los científicos creen que es inherente al ser humano. Sin embargo, el efecto también existe entre primates como chimpancés, monos capuchinos, gorilas y orangutanes. Siempre relacionado con la comida.
El efecto no tiene la misma intensidad en todas las culturas. Entre campesinos nigerianos, por ejemplo, el apego se da más con los objetos que otras personas les regalan, objetos que siempre tienen un valor especial para toda la comunidad, que con los propios. Y una investigación hecha por psicólogos, psiquiatras y biólogos franceses muestran que en Asia Oriental el apego a los objetos individuales es menor. Los científicos creen que en aquellas sociedades más individualistas, la relación emocional con las cosas es más fuerte que en las que tienen un sentido más comunitario, en el que las personas se definen más por su pertenencia a un grupo social.
“La intensidad de los lazos puede estar influida por las culturas –admite Hood–, pero la necesidad de poseer objetos es básica para los seres humanos. Puede haber evolucionado a partir de la tendencia primitiva a acumular alimentos, y hoy día es un proceso psicológico crucial que le da forma y sentido a cómo nos vemos a nosotros mismos y a los demás”.