Eigue teniendo la mirada de aquel niño taciturno que observaba a los demás como desconfiando de ellos, o como si todos cuanto lo rodeaban y pasaban junto a él fuesen una amenaza, un peligro latente. Y sigue siendo callado, como si el silencio lo preservara manteniéndolo intacto y puro en una realidad que condena a la descomposición.
¿Acaso no fue el silencio lo que salvó a su padre en el pantano de Estonia donde se ocultó de las tropas alemanas? Si aquel soldado ruso llamado Vladimir no hubiera paralizado movimientos y sonido entre las matas que lo escondían, lo hubiesen acribillado esos comandos de la Wermarcht que acababan de diezmar su batallón.
Su segundo nombre, Vladimirovich, significa que es el hijo de Vladimir, el soldado al que lo salvó el silencio. Por eso Vladimir Vladimirovich sigue abrazado al silencio. Callado escaló en la estructura del KGB y llegó a dirigir las operaciones de la Stasi en Alemania Oriental, y callado ascendió en la política de la mano de Boris Yeltsin hasta ocupar el despacho principal del Kremlin.
Ahora bien, lo que no dice con palabras lo dice con política y con acciones gubernamentales en un mensaje elocuente. Nunca fue comunista ni anticomunista; su ideología es la grandeza de Rusia, o sea el nacionalismo ruso de dimensiones imperiales.
Desde esa posición se puede reivindicar a los zares que conquistaron territorios y sometieron a los tártaros y otros pueblos turkomanos; así como también a los soviets que doblegaron al III Reich y pusieron a Rusia a competir de igual a igual por el dominio del espacio y del planeta.
Fue desde esa ideología y desde esa convicción que Vladimir Vladimirovich Putin recogió del suelo una Rusia doblegada, la puso en pie y le devolvió su gesto orgulloso, imperial y desafiante.
Cuando la derecha evangélica y los neoconservadores depositaron a George W. Bush en la vieja mansión blanca de la avenida Pensilvania, Rusia se arrastraba carcomida por la corrupción, las mafias, la crisis política y una economía que languidecía convirtiendo en escuálido el otrora formidable poderío militar.
Hoy el que languidece es Bush y el ala extremista de su gobierno, mientras Rusia reconstruye a pasos agigantados su economía y su capacidad bélica, recuperando después de una larga afonía su atronadora voz en el escenario internacional.
Con Putin en el Kremlin actuando como un genuino “zar y autócrata de todas las Rusias”, tal como se denominaba al monarca de los tiempos anteriores a la revolución bolchevique, la Rusia de Putin proyecta su soberanía sobre el Círculo Polar Ártico; recupera y defiende su liderazgo regional; somete a sus vecinos colindantes e impone condiciones a Europa usando el petróleo y el gas como instrumento de presión; patea el tablero del Tratado de Fuerzas Convencionales y desafía a la OTAN y a los Estados Unidos reiniciando la carrera armamentista en términos cada vez similares a los de la Guerra Fría.
El último paso del rearme ruso fue elocuente respecto al objetivo de recuperar la influencia de los tiempos soviéticos: el presidente acaba de anunciar el reinicio de los vuelos estratégicos, o sea que nuevamente pondrá aviones bombarderos con misiles nucleares aire-tierra a recorrer largas distancias por tiempos superiores a las veinte horas. Y reforzando el anuncio, a los bombarderos estratégicos Tu-95 (modelo tradicional) se sumarán naves nuevas y también naves tradicionales pero en versiones modernizadas. Por caso, en los próximos diez años se construirán 60 bombarderos estratégicos de largo alcance TU-160 y TU- 95 (versión remozada de viejos modelos soviéticos). También serán modernizados los misiles balísticos intercontinentales además de construirse 36 Tópol- M, que son proyectiles de ojivas dobles y, según Moscú, capaces de eludir escudos antimisiles.
Con esto ya alcanza para volver a hablar de carrera armamentista; pero hay más: Los submarinos recibirán misiles Bulava, que son los proyectiles Tópol pero modificados para que puedan ser lanzados desde el agua. La lista del rearme sigue con 66 nuevas plataformas lanzamisiles y otros elementos bélicos de altísima sofisticación; pero es más significativo el hecho de que el presidente Putin haya anunciado el nuevo impulso al aparato militar ruso en Chebarkul, localidad de los Urales donde se realizaron los ejercicios bélicos conjuntos de la Organización de Cooperación de Shangai, de la que forma parte China.
Paralelo al esfuerzo por reinstalar a Rusia en el puesto desafiante que ocupó durante el período soviético, el presidente se ocupó de cicatrizar las heridas que la debacle política y la crisis económica habían abierto en el orgullo nacionalista ruso.
Lo que buscaba en las profundidades árticas el capitán Strugatsky no sólo tiene que ver con una reivindicación territorial. El pequeño y moderno batiscafo Mir (palabra que en ruso significa paz) iba en busca del orgullo nacional que años atrás se hundió en el Mar de Barents, donde está la tumba de acero de 118 marinos y del orgullo de la flota con la que Pedro el Grande construyó un imperio.
Lo tenían en claro los expedicionarios del Mir-1 y de su escolta, el mini-submarino Mir-2, al zambullirse en las heladas aguas del Polo Norte. Por cierto, haber dejado una bandera rusa a 4.261 metros de profundidad también será usado en el futuro para reivindicar la soberanía sobre buena parte del Círculo Polar Ártico. Un espacio apetecible por sus inconmensurables tesoros minerales y por lo que implicará cuando los deshielos que provoca el calentamiento climático abran nuevas rutas para la navegación. Valor estratégico que aumenta exponencialmente si se tiene en cuenta el cálculo de la US Geological Survey (Agencia gubernamental norteamericana de hidrocarburos), según el cual allí se encuentra el 25 por ciento de las reservas mundiales de crudo.
De todos modos, en el Kremlin bien saben que plantar banderas no es en la actualidad el método más respetado para establecer soberanía. La política de las expediciones y sus banderas no sobrevivió más allá del siglo XV y Moscú tiene en claro que no es actuando como los antiguos bandeirantes lusitanos que Rusia pujará, en un futuro cercano, contra Noruega, Finlandia, Dinamarca, Estados Unidos y Canadá por la soberanía sobre el Polo Norte. Lo hará a través de sus científicos y geógrafos. Ellos llevan años trabajando en la teoría de que la cordillera Lomonosov, que atraviesa el lecho submarino polar, es una extensión del territorio ruso. Con este argumento librarán batallas en el escenario de la Convención de Naciones Unidas sobre Derecho de los Mares, que habla de aguas internacionales y de plataformas submarinas.
Sin embargo, aunque las banderas no hagan soberanía, el presidente Putin quería dejar en claro con un acto visible que Rusia abre la competencia por el Polo. Y también quería suturar la herida que dejó en el orgullo ruso la tragedia ocurrida hace siete años.
Más que por futuras soberanías, los sofisticados batiscafos que navegaron bajo los hielos árticos actuaban por las pasadas heridas que dejó el hundimiento del mejor submarino que tenía Rusia.
Para los rusos, la palabra Kursk evocaba la batalla en la que derrotaron a las divisiones blindadas de la Wehrmacht comandadas por el mariscal Erich Von Manstein, en las estepas del norte del Mar Negro que dieron nombre al histórico combate. Sin embargo, desde agosto del 2000, la palabra Kursk evoca la tragedia del más moderno y poderoso submarino de la armada de guerra rusa.
Con su capacidad para transportar 24 misiles nucleares y 130 tripulantes, este gigante negro construido en 1995 fue modelo del submarino de la película Operación Delta Force, en la cual comandos terroristas secuestraban una nave tan poderosa que con ella podían amenazar al mundo.
El hundimiento del Kursk no sólo dañó la imagen de Rusia porque su economía ya no daba para un buen mantenimiento de su flota. La dañó también porque los vetustos batiscafos no estaban en condiciones de emprender la misión de rescate en el lecho del Mar de Barents.
Putin era un recién llegado a la presidencia y descansaba en su dacha de Criméa, cuando le tocó afrontar la disyuntiva de aceptar o no la ayuda que ofrecían el gobierno británico y una empresa privada de Noruega. Tuvo en claro el presidente que el modernísimo mini-submarino inglés LR5 estaba en condiciones de rescatar con vida a los marinos atrapados en la profundidad de Barents. Pero aceptar tal salvataje implicaba revelar a la Royal Navy la estructura del arma más letal de la flota rusa. En semejante disyuntiva, Vladimir Vladimirovich eligió preservar el secreto militar al precio de abandonar a los tripulantes del Kursk en esa horrible muerte que los emboscó en el fondo del mar. De todos modos, a esa altura de la tragedia, el poderío naval ruso había mostrado al mundo sus penurias.
Reemplazar la postal de aquella Rusia escuálida y desvalida por el retrato de una Rusia vigorosa y en pie es la obsesión de este presidente cuya ideología es el nacionalismo imperial de su país. Y que para alcanzar tal fin recuperó la única forma de liderazgo político que forma parte de la cultura rusa: la autocracia. Como autócrata que es, Putin deja de lado el Estado de derecho y el pluralismo, aunque cuida la forma y los modales para no parecerse a esa fauna de autócratas impresentables que reina más allá de los Urales.
Lo que logró no es poco. Y lo hizo sin dejar de parecerse a aquel niño callado y taciturno; o sea atrincherado en su mirada fulminante, y haciendo del silencio una fortaleza inexpugnable.
*Periodista y politólogo