Son las nueve de la noche del miércoles 2 de junio. Marcela Noble Herrera (34) está sentada al volante de su Volkswagen Touareg, y está en infracción: mientras maneja desde la redacción de Clarín rumbo a su casa de San Isidro, habla por celular con un amigo. “Estoy manejando, si se corta es porque me paró la Policía para requisarme otra vez”, bromea, o al menos eso intenta.
A pocas horas de la que considera la peor experiencia de su vida, de que la desnudaran ante siete extraños, le confiscaran su bombacha por una orden judicial y hasta filmaran la escena para que no quedaran dudas con respecto al procedimiento, ella quiere mostrarse fuerte. Pero le cuesta. “Fue una humillación lo que hicieron, una situación muy violenta”, se desahoga por el celular. “¿Sabés qué? Nunca les interesó saber si mi hermano y yo somos hijos de desaparecidos, lo que le interesa al Gobierno es sólo destruir a mi madre. Están usando a la Justicia para eso, y no para darles una respuesta a las familias que nos reclaman”. Marcela hace catarsis y en sus palabras hay bronca, impotencia, incluso odio. “¿Cómo les voy a creer a la familia que me reclama y a los organismos de Derechos Humanos si nunca hicieron un intento por contactarme? Nunca, y eso que saben dónde vivo, dónde trabajo, saben todo y nunca hicieron nada para acercarse, para preguntarme qué pienso, quién soy, cómo es mi vida. Si dicen que les importo tanto, me podrían haber llamado por teléfono al menos”, le cuenta a su amigo, sin consuelo, mientras frena en un semáforo de Avenida del Libertador. “Hablaron con mi hermano Felipe, sí, pero eso fue un encuentro casual y no algo buscado, me lo comentó él. A mí no se acercaron nunca…”