En el puerto de Punta del Este hay auténticos monstruos marinos, pero no son verdes ni tienen el feo hábito de dar alaridos como Godzilla. Los monstruos marinos que flotan con la isla Gorriti –anclada en su horizonte cual postal indeleble– son blancos, distinguidos y apenas si se permiten el tronar elegante de su propio motor.
Lujosas desde el porte y el nombre, hasta –en especial– el precio de las casi 500 embarcaciones que llegan al puerto esteño para instalarse en temporada alta –un período que comienza el 16 de diciembre y termina el 15 de marzo–, alrededor de 70% son argentinas, aunque no necesariamente luzcan una bandera argentina.
De entre el total de amarras, sólo 250 atan entre el mar y la tierra a la gama más exclusiva. Un club acuático al que se entra a partir de una línea de flotación de 1 millón de dólares, y que sólo se reúne una vez al año para compartir entre cubiertas resplandecientes y camarotes predispuestos sus vidas, sus comidas, sus noches, sus paseos, sus amores y también sus muchas envidias sobre un mar azul.
De Rusia con amor. Hasta que durante la mañana del martes 15 de enero arribó a las inmediaciones del puerto uno de los cruceros del empresario ruso Roman Abramovich –Le Grand Bleu, el quinto yate más grande del mundo con un valor aproximado de 100 millones de dólares–, el indiscutido rey del Atlántico sudamericano era el argentino Carlos Pedro Blaquier.
A la flota estable del multimillonario dueño del Ingenio Ledesma se la vio tímida a la sombra del gigante ruso de bandera inglesa: ni los aires acondicionados, ni los equipos de televisión, CD o DVD, ni los grupos electrógenos para los frigoríficos, lavadoras y secadoras de los cuatro cruceros “Antago 21” –con 21 metros de eslora– y los tres “Princess 60” –de 18 metros– pudieron contra los 112 metros del todavía más multimillonario dueño del Chelsea de la Premier League inglesa, equipado con una tripulación de cuarenta personas y seis invitados, helipuerto, médico, contador, un pequeño yate paralelo, seis jet ski, pileta, submarino y un simulador de vuelo de un F-18 para entretener a sus propios marineros durante todo el año.
La vida acuática I. Una buena parte de los dueños de los yates de temporada en Punta del Este eligen pasar todas sus vacaciones en amarre. Pegados uno junto a otro, con el correr de los días cada exclusivo pasillo del puerto adquiere también cierto aire de conventillo vip. “¿Está tu mamá?”, pregunta un hombre de cigarro robusto parado sobre la popa de un yate. La hija de la mujer buscada mira hacia los camarotes de su propio barco. “Ella está acá, pero mi papá no”. La boca que sostiene el cigarro se complace. “Está bien. Decile que la estoy esperando para tomar el té…”.
Anclados. Pertenecer al club náutico más primoroso del verano no exime a nadie del escándalo: para Gerardo Sofovich, dueño del “Honey Moon”, otra de tantas naves famosas mezcladas entre la multitud, fue doloroso como un ancla caída sobre el pie la acusación de que el valor fiscal de su histórico barco de paseo no fuera el real. La presunta maniobra de subfacturación había sido sostenida por quien entonces era presidente de la comisión legislativa que investigaba ilícitos aduaneros, el actual gobernador de Chubut Mario Das Neves. La sospecha era que el barco del productor teatral y televisivo –embarcación que conserva desde hace poco más de una década– valía alrededor de un millón de dólares, pero había sido facturado en un 30% menos. Sofovich, enfadado, explicó entonces que su “Honey Moon” había sido comprado por 70.000 dólares más otros 20.000 en impuestos, por lo que el precio total ascendía a unos 90.000. Hacia el ocaso de la década de los 90, pertenecer al club del lujo flotante podía ser perjudicial para la imagen pública (ver recuadro). En el momento de recordarlo, el caso del director técnico Daniel Passarella todavía produce el mismo gesto repulsivo que el perfume del pescado viejo entre los propietarios históricos de navíos en Punta del Este: usando facturas truchas, había intentado hacer pasar ante la AFIP un yate de 160.000 dólares por otro de 70.000 dólares.
La vida acuática II. La vida a flote es tan buena como la calidad de los sirvientes que la equipan, la atienden y le quitan la sal a toda hora. Durante la temporada, los supermercados de primera línea cercanos a la costa ofrecen un sistema de compra virtual que no es puerta-a-puerta sino puerta-a-escotilla: “En un plazo máximo de dos horas, le será entregada la mercadería dentro del Puerto de Punta del Este, en la cubierta de su embarcación”.
Más plácidos, el “Allegro Vivace”, de la familia Spadone, o el “Sereno”, del diplomático vaticano Esteban Caselli, flotan en paz alrededor del “Sosiego”, del empresario Gerardo Werthein.
Con un valor inicial de 500.000 dólares y renovado durante el 2004 con muebles de nogal y jacuzzi, la cifra postinversión ascendió a 1.500.000 dólares. Amarrada en la zona portuaria de El Martillo, donde se exhiben las naves de mayor eslora, la del accionista telefónico no es una flota con pretensiones de competir contra la supernumeraria de los Blaquier. Sí de emprolijar su propio espacio familiar sobre el agua: mientras que uno de los “Sosiego” está a plena disposición de su esposa, el otro queda reservado para la plena disposición del marido. Una política de división de espacios cuyo mejor ejemplo continúa siendo dominada –por ahora– por el hombre que entre 1970 y 2000 acumuló el 90% de la azucarera más importante de la Argentina. Para cada uno de sus cinco hijos, Carlos Pedro Blaquier tiene un barco: “Ulises y Eneas”, “Isis”, “Argos”, “Black Beauty” y “Venus” no sólo cuentan con una tripulación de veinte marineros uniformados, sino que desde hace un tiempo son también el mayor recurso con el que cuenta el viejo amante de la navegación para arrastrar a sus hijos y nietos a Punta del Este. Mientras su segunda esposa, María Cristina Khallouf Estrada, duerme en el “Cristina”, el jefe de la familia –que gusta navegar hacia José Ignacio o Piriápolis– prefiere en cambio el “Neptuno y Minerva”. Sólo salen para algún evento y aun cuando se visitan de un barco a otro entre ellos son acompañados por una custodia compacta y cerrada.
Anclados en el puerto, entre el total de siete barcos –varios comprados en Italia tras una gira por el Adriático que disparó la obsesión naviera a mediados de los 90– se distribuyen guardaespaldas, familiares e invitados. Otras dos naves, en cambio, se mantienen más ligeras a razón de una prioridad vital: los viajes de ida y vuelta a Buenos Aires durante la temporada para transportar víveres sobre los que, en Uruguay, y mientras permanezcan a flote, cualquier inspección oficial es improbable. Y los precios, más ventajosos.
La vida acuática III. De pie sobre su yate de 300.000 dólares, un argentino amante de la navegación mira su reflejo en el agua. Por detrás, pasa su capitán. “Ellos son los verdaderos dueños de los barcos –se confiesa el dueño–. Uno los disfruta dos meses y ellos el resto del año. Cualquier día de junio, ponele, lo llamo y le pregunto qué está haciendo. Y me cuenta que se encuentra aceitando las máquinas o mirando abordo tranquilo la televisión. Y yo estoy de traje en el asfalto”, dice el dueño del yate, con la mirada en el agua y los pies en la tierra.
Agua dulce, agua salada. No sólo en nivel de opulencia fue vencida la flota Blaquier por el omnipresente crucero de Abramovich. Aunque el emporio marítimo del empresario petrolero y futbolístico ruso desapareció de Punta del Este durante el martes 16 –y fue el pequeño barquito de Ricky Sarkany uno de los pocos en aventurarse hacia él–, también logró superar a los argentinos por la calidad de su misterio. Aunque nadie lo vio desembarcar en la unánime noche de su partida, al multimillonario interesado en el pase del goleador Carlos Tévez –que hoy juega en el West Ham y es codiciado en el Chelsea–, no es atípico que los barcos lleguen a destinos exóticos, como Punta del Este, por caprichos de sus dueños que, a veces, ni siquiera terminan por concretarse. El año pasado, por ejemplo, el inversor patagónico Joseph Lewis detuvo frente a la Isla Gorriti su “Aviva” –de 60 metros– con tal grado de ocultismo que muchos creyeron estar ante una parte de la flota de Athina Onassis.
Aun así, la sombra de Abramovich proyectada sobre todas las proas de Punta del Este parece insuperable. Esta vez llegó “Le Grand Bleu”, pero en su flota también se cuentan el “Pelorus”, el “Ectasea”, el “Sussuro” y el “Eclipse”, que es el crucero más grande del mundo que tiene, incluso, un equipo detector de misiles.
Entre todos, el patrimonio asciende a los 344 millones de euros. Tal vez disminuido, durante la misma semana del duelo naval Carlos Pedro Blaquier hizo públicos sus deseos de construir un enorme catamarán de aluminio para aumentar su flota. Sus propios hijos lo convencieron de que no. Y ni toda el azúcar del mundo pudo endulzar el dominio perdido sobre el agua salada.