Ustedes han abierto una nueva etapa en las relaciones entre los pueblos de Norteamérica y China”, dijo Chu En-lai a sus invitados. No entendía que Glenn Cowan tuviese el pelo tan largo sin ser homosexual, porque el régimen chino era homofóbico hasta la pena de muerte. Tampoco entendía que un hippie que criticaba la sociedad en la que vivía pudiese representarla en un torneo mundial. Pero sabía que la era del hielo entre Pekín y Washington debía terminar, porque era contraproducente. Por eso invitó a Cowan y demás miembros del equipo norteamericano que participaba en el Mundial de Tenis de Mesa que se realizó en Japón, a jugar partidos de exhibición en China. Y mediante la “Diplomacia del Ping Pong” de 1971, Chu En-lai pudo cambiar la historia, haciendo ver a Kissinger y a Nixon que el embargo a China era absurdo porque el comunismo chino era adversario del soviético y porque a Pekín no le interesaba exportar su ideología más allá de algunos rincones vecinos como Laos y Camboya, sólo para frenar el sovietismo de Vietnam.
Los norteamericanos jamás cuestionaron el abrazo de Nixon a Mao Tse-tung en 1972. En definitiva, el embargo y el no reconocimiento a la “República Popular” no habían detenido las brutalidades de la “revolución cultural” ni le habían devuelto el poder al Kuomintang. Para lo único que sirvió fue para acrecentar el “terror amarillo”, o sea el pánico occidental a que los chinos cumplieran la amenaza de “el gran timonel”, sincronizando sus relojes y saltando todos al mismo tiempo para sacudir el planeta.
Igual que cuando perdió su asiento en la ONU como consecuencia de la “diplomacia del ping pong”, Taiwán teme que la apuesta que hace Barack Obama a una sociedad estratégica con China, deje la isla librada a su propia suerte. Pero si eso no ocurrió en las décadas del setenta y del ochenta, es improbable que ocurra ahora.
Hasta Japón observa con ciertos miedos el acercamiento de Washington a Beijing. Y eso que el gobierno que encabeza Yukío Hatoyama exige modificar una relación que define como de dominio norteamericano sobre los japoneses, además de reclamar una significativa reducción de la masiva presencia militar en Okinawa.
Un vértigo similar sienten los surcoreanos, debido al vínculo histórico entre su archienemigo, Corea del Norte, con el Partido Comunista Chino (PCCh). Ni qué decir los musulmanes de Xinjiang, los seguidores de la multitudinaria secta religiosa Falun Gong y los budistas del Tíbet. La excelente defensa de las minorías que hizo Obama en Shangai no les quitó el pánico a ser literalmente borradas del mapa chino, ahora que los Estados Unidos cambian la rivalidad por una alianza estratégica con el gobierno del PCCh.
Esas minorías se preguntan quién detendrá ahora las embestidas represivas del Estado dominado por la etnia “han”. Pero la verdad es que en el rol de rival, los Estados Unidos tampoco pudieron frenar ni una sola de esas embestidas. La represión se abatió criminalmente sobre los turcomanos de Xinjiang, a renglón seguido de haber aplastado bestialmente los reclamos independentistas del Tíbet.
El mismo razonamiento puede aplicarse a Myanmar. La oposición al brutal régimen de los militares debió sentirse más sola cuando vio a un presidente norteamericano compartiendo la cumbre de ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) con el dictador Thein Sein. Obama anunció en ese cónclave realizado en Singapur que su gobierno no seguirá aislando mundialmente al régimen birmano, aunque le propuso acelerar la agenda democratizadora y liberar a la eterna cautiva Aung San Suu Kyí.
Para muchos, sólo fueron mensajes de compromiso que no ocultan el hecho más significativo: el presidente de los Estados Unidos dio la bienvenida a China como potencia protagónica del tablero internacional, asociándose en el rol de países dominantes y anunciándole que ya no la atosigará con reclamos sobre Derechos Humanos y democracia. Lo cual es cierto, sin embargo no fue hipócrita la defensa que hizo en Shangai de las minorías y en Singapur de la líder disidente presa en Rangún.
El jefe de la Casa Blanca dejó en claro que los Estados Unidos seguirán planteando esos temas, pero ya no como jefe planetario sino desde el espacio compartido en el comando colectivo del mundo. Al fin de cuentas, hipocresía es reclamarles a los rivales lo que no se les reclamó a tantos socios indeseables que tuvo y tiene Washington. Hipocresía fue poner el grito en el cielo cuando los tanques de Li Peng aplastaron multitudes en Tiananmén, pero en los hechos aceptar la secreta explicación de que, sólo mediante semejante represión, se impedía que los reclamos estudiantiles pusieran en juego la continuidad de la apertura económica.
Desde aquellos sucesos de 1989, las grandes democracias aceptan a China como lo que es: un autoritarismo con partido único y economía de mercado.
En abril del 2001, un avión espía debió hacer un aterrizaje forzoso en la isla de Hainán, tras rozar a un cazabombardero chino que se precipitó a tierra. El EP-3 norteamericano estaba espiando el territorio chino y Pekín, como castigo, desoyó la exigencia de Washington de devolver de inmediato la nave y sus pilotos. Los chinos despanzurraron el avión para conocer los secretos de una de las mejores naves de espionaje de la potencia occidental.
En aquel incidente, George W. Bush presionó sin éxito al gobierno presidido por Hu Jintao. Aunque sin el consentimiento del secretario de Estado Colin Powell, la administración republicana intentaba un nuevo rival de Guerra Fría. Pero Pekín no aceptaba ese rol, aunque tampoco accedía a las exigencias norteamericanas.
Cinco meses más tarde, con el ataque genocida del 11-S, aquel gobierno extremista de los Estados Unidos encontró en Osama Bin Laden y la red Al Qaeda ese enemigo de dimensiones colosales que buscaba para reemplazar a la Unión Soviética. Pero la relación con China jamás pasó de los mutuos beneficios económicos a la alianza política de carácter estratégico. Sencillamente, Washington marginaba a Beijing de la mesa grande de la política mundial.
Lo que hizo Obama con su gira asiática es poner a los Estados Unidos a entender que el unilateralismo terminó; que a los demás polos del poder mundial no los elige Washington sino que se erigen por sí mismos; que desconocerlos equivale a empujarlos a forjar alianzas para neutralizar a la superpotencia occidental, y que sin la colaboración de esos otros colosos no se pueden lograr metas como un orden racional en Afganistán, límites al proyecto nuclear iraní, un Estado confiable en Pakistán, la erradicación definitiva del megaterrorismo y del narcotráfico internacional, y una economía global que, manteniéndose libre, no genere burbujas devastadoras.
La política mundial que los neocon diseñaron en el Project for a New American Century y ejecutaron desde la Administración Bush, sencillamente fracasó. Los Estados Unidos son el único país que puede ganar guerras a miles de kilómetros de su territorio; pero no puede controlar la posguerra en esos lugares remotos. Tampoco puede imponer un orden global sin reconocer a los otros grandes protagonistas. En síntesis, lo que hace Obama es lo que hizo Chu En- lai con la “diplomacia del ping pong” en 1971: aceptar una realidad y convertirla en un abrazo.
*Politólogo y analista internacional.