La globalización y la crisis financiera impuso un nuevo paradigma en la conformación de corrientes ideológicas. El autor, propone revisar la dialéctica progresismo-conservadurismo para un país que, como la Argentina, unos se han mimetizado con los otros.
Por Fernando Iglesias
ejos de convocar a la preocupación y la prudencia, la crisis financiera cuyos espasmos recesivos amenazan el futuro económico del mundo ha provocado expresiones de inmoderada alegría en el populismo nacionalista argentino. Antes de tomarse el trabajo de comprender cómo funciona un mundo globalizado, urgida por la insana costumbre de interpretar los fenómenos sociopolíticos como antinomias estilo Boca-River y vistos los extraordinarios resultados obtenidos por la Argentina en los cinco años en que la coyuntura internacional fue la más favorable en doscientos años de historia, la Presidenta ha salido a dar inesperadas lecciones al planeta sobre cómo deben hacerse seriamente las cosas. Por su parte, los referentes económicos del neodesarrollismo no se han privado de explicar la complicada situación global en términos nacionales, como si la debacle mundial fuese un epifenómeno de la disputa entre setentistas-kirchneristas y noventistas-menemistas locales. Con su habitual miopía, el populismo neodesarrollista-industrialista ha subrayado sólo uno de los muchos aspectos causales de la debacle: la desregulación de las actividades financieras, ofreciendo una visión incompleta de este aspecto y ocultando el resto de las causas que han llevado al colapso.
Es notable que se atribuya hoy la crisis al neoliberalismo sin que nadie mencione la palabra crucial que lo regía: ajuste. Y es que el manual de economía de la administración Bush no ha aplicado ningún ajuste (una burbuja es, por definición, lo contrario de un ajuste) y sí se ha hartado de usar políticas expansivas en una fase expansiva, lo que recuerda las hazañas de los Kirchner en estos últimos años. Para analizar lo sucedido tratando de no limitarse a encontrar lo que ya se sabía, no estaría mal dejar de lado la demagogia y abandonar las posiciones antiamericanas y anticapitalistas del tipo Chávez-Ahmadinejad, que hablan como si en sus países reinara el socialismo y no el más espantoso capitalismo de amigos completamente dependiente –vía exportaciones petroleras– del crecimiento de la economía mundial fogoneado por las irresponsabilidades de Bush. Es cierto que los Estados Unidos y el modelo capitalista anglosajón están, por razones bien relacionadas con su conducta, bajo los focos de la crítica. También lo es que la principal lección que ofrece la crisis (la de que, abandonado a su libre arbitrio y sin las intervenciones regulatorias de un sistema político-democrático que disminuya los riesgos y distribuya los beneficios, el espíritu predatorio del capitalismo tiende a llevarnos a la ruina), la conocíamos ya desde 1929.
Dicho esto, no es justo ni inteligente desconocer hoy que si los Estados Unidos amenazan convertirse en el epicentro de una crisis recesiva mundial es porque hace varios años que vienen siendo (en su propio provecho, qué duda cabe) la locomotora que con sus altos niveles de consumo permitía el crecimiento récord de la economía mundial, comenzando por China e India, que colocan más de un tercio de sus exportaciones en el mercado norteamericano y con sus ganancias han impulsado hasta ayer ese formidable viento de cola que no existe, pero que lo hay, lo hay. ¿De dónde creían los neodesarrollistas que venía el crecimiento K si no de la venta de soja? ¿Y de dónde creían que sacaban China e India las divisas para pagarnos si no de sus masivas exportaciones a los Estados Unidos de Bush? Si aún no se enteraron, ahora se van a enterar, lamentablemente para todos. Tampoco es coherente la actitud de muchas personas emocionalmente trotskistas que han invertido la mitad de su vida en denunciar que los malvados bancos sólo les prestan a los que tienen dinero, para virar hoy, sin transiciones, a la denuncia enfática de la irresponsabilidad de los banqueros que han financiado la casa propia a decenas de miles de estadounidenses de clase media-baja sin exigir garantías adecuadas, dando así origen a la crisis de las hipotecas subprime.
1929 Y 1913. La mirada a la década del treinta, que todos usan para comprender lo que sucede y adivinar lo que vendrá, está justificada (yo mismo la vengo utilizando desde hace diez años para anticipar los efectos de una crisis como la que hoy enfrentamos).
Pero es insuficiente. En primer lugar, porque el capitalismo financiero ha alcanzado hoy un nivel de globalización claramente superior por intensidad y magnitud al de cualquier tiempo precedente: la circulación de activos financieros es hoy cincuenta veces superior al valor de los activos no financieros.
En segundo lugar, porque el riesgo mayor que se corre no es el de repetir la Gran Depresión de los años treinta, sino que el 2008 se transforme en 1913, año que puso fin a esas tres prósperas décadas de internacionalización y globalización ininterrumpidas que hoy conocemos como la Belle Époque. En aquel fatídico año 1913, la crisis se hizo sentir, las voces del proteccionismo económico lograron hacer escuchar su habitual canto de sirenas que promete una isla donde esconderse del tsunami y descalifica a las posiciones cooperacionistas y universalistas por su ingenuidad; el nacionalismo político creció en todas partes y llegó la hora del sálvese quien pueda. Previsiblemente, a 1913 siguió 1914, año que inauguró las tres décadas más infaustas de la historia mundial, gobernadas por el nacionalismo extremo, la guerra y el genocidio, episodios que sólo culminaron con la derrota militar del nacional-socialismo y la fundación de instituciones internacionales en Bretton Woods (FMI y Banco Mundial, 1944) y San Francisco (ONU, 1945).
Sin embargo, las posibilidades de que las cosas tomen hoy el mismo rumbo no son demasiadas, ya que el mismo fenómeno globalizador se encarga de dejar en claro a cada paso que en un mundo mundializado no hay lugar para planes de salvación nacional y que, nos guste o no, ya no es la nación sino el mundo nuestra forzosa comunidad de destino. Si la ceguera nacionalista no lleva a los líderes mundiales a tomar decisiones completamente irracionales, la crisis actual no marcará el fin del mundo ni del capitalismo, ni abrirá una época en que la economía mundial se parecerá definitivamente a la argentina. Será, sí, el fin del consenso neoliberalista que sustituyó los maravillosos treinta socialdemócratas de postguerra y la apertura de una era post-Bretton Woods que traerá tantas inestabilidades y preocupaciones como esperanzas de alcanzar un orden político-económico mundial más justo y estable.
Hace al menos diez años que vengo sosteniendo públicamente y escribiendo en libros y artículos que una crisis de la escala de la de 1929 iba a tener lugar más temprano que tarde. Quisiera ahora participar del debate tratando de señalar algunos elementos que no han sido tenidos en cuenta en los análisis neodesarrollistas, populistas, nacionalistas e industrialistas que predominan entre quienes observan con justificado espanto las consecuencias destructivas que puede tener la codicia de unos pocos.
Capitalismo global Vs. democracias nacionales.
Que no exista capitalismo avanzado en sociedades no democráticas es más que mera casualidad, ya que el sistema político democrático desempeña dos funciones económicas fundamentales: la distribución social y geográfica de los bienes que el sistema económico capitalista es capaz de producir masivamente, pero cuya propiedad tiende a concentrar elitistamente, y el control de las condiciones de producción de esos bienes, lo que implica estándares laborales y ecológicos que regulen la producción industrial de bienes tangibles y de transparencia y sostenibilidad de los bienes intangibles y financieros.
Dado que las democracias nacionales nacidas de las revoluciones europeas y americanas del siglo XVIII son previsiblemente incapaces de desempeñar estas tareas en el marco del capitalismo global del siglo XXI, ¿por qué sorprenderse entonces de que casi la mitad de la humanidad sobreviva hoy con sólo 2 dólares diarios, de que exista un abismo entre los países ricos y los pobres, de que los estándares laborales estén sometidos a un dumping global, de que el cambio climático continúe avanzando sin que se tomen medidas a la altura de la amenaza y, finalmente, de que la volatilidad financiera esté devastando ahora la economía mundial?
Tienen razón los neodesarrollistas cuando señalan que la desregulación de las actividades financieras, con sus consecuencias directas de falta de transparencia, riesgo excesivo y exagerado apalancamiento de las inversiones, es la causa principal del desastre. Más problemático es demostrar que esta desregulación, un objetivo manifiesto de los sectores financieros desde hace siglos, sea el simple producto de la perversión moral de Mr. Bush; perversión cuya existencia nadie niega. Apenas se repasa la historia efectivamente ocurrida se observa que la batalla histórica entre reguladores y desreguladores sufrió un vuelco espectacular a favor de los últimos con la globalización de las finanzas sin globalización de los instrumentos políticos destinados a regularlas, cuya victoria fue sancionada por el Consenso de Washington y mundializada en los noventa… ¡durante la presidencia demócrata y progresista de Bill Clinton! Las razones que permitieron esta victoria de las fuerzas desreguladoras son pues evidentes para todos aquellos que no creen que la globalización sea un mito o un fenómeno pasajero: con la aparición de las redes digitales mundiales, el desarrollo tecnológico hizo posible superar el nivel de organización nacional-internacional del sistema económico y, muy especialmente, el del inmaterial sistema financiero. Los actores económicos no dejaron escapar la oportunidad de globalizar sus organizaciones, estrategias y ganancias, y superando el provincialismo nacionalista de sus adversarios políticos lograron sentar las bases de la hegemonía que define al mundo actual, y que no es la hegemonía imperialista de los Estados Unidos sobre el resto del planeta, sino la hegemonía del unificado capitalismo global que reina sobre un mundo políticamente dividido en doscientos estados nacionales.
En las condiciones derivadas de la relación de fuerzas completamente desequilibrada que supone la globalización de la economía y las finanzas sin una simultánea globalización de la democracia, todos los estados nacionales, incluido el más poderoso de ellos, están obligados a operar en condiciones de dumping: sacrifican su crecimiento económico a los delirios nacionalistas-proteccionistas-autárquicos (lo que tarde o temprano los lleva al atraso tecnológico, la pérdida de inversiones y de competitividad, y la crisis) o tienen que ofrecer las mejores condiciones de operación a los fugitivos capitales globales, lo que frecuentemente implica una erosión de los estándares laborales y ecológicos para las actividades industriales y un alto nivel de desregulación de las actividades financieras. Nada casualmente, quienes han ido más a fondo en esta última estrategia (los mercados emergentes en los noventa, los Estados Unidos después) han sufrido antes y peor las consecuencias del desmoronamiento (sic) de las burbujas financieras que supieron usufructuar por años.
La división. Lo que ha sucedido y lo que está sucediendo en esta crisis es útil, al menos, para despejar la polémica sin sentido entre dos fracciones fundamentalistas: la de quienes creen que la globalización ha tornado completamente impotentes a los estados nacionales y la de los que piensan que nada ha cambiado y que estos siguen siendo el centro del universo. Lo cierto es que el estado nacional más poderoso del planeta, cuyo poder militar es capaz de destruir siete veces la vida sobre la Tierra, se ha mostrado incapaz de evitar o al menos controlar una mera crisis financiera, que sólo ha encontrado un muro de contención –provisorio o definitivo, se verá más adelante– en la intervención coordinada de todos los estados nacionales europeos y norteamericanos.
No es la globalización en sí misma la que ha llevado a la debacle, sino la mezcla asincrónica entre globalización y nacionalismo institucional y metodológico, esto es: entre un mercado financiero completamente globalizado, un mercado de bienes y servicios en camino de serlo, y un sistema político nacional/internacional centrado en los mismos estados nacionales surgidos en 1648 de la Paz de Westfalia. Quien lo ha dicho más sucintamente es Joseph Stiglitz, un economista al que nadie puede acusar de neoliberal, quien escribió: “En un mercado completamente abierto y transparente las ganancias financieras son bajas… Lo que las hace enormemente redituables son las políticas monetarias nacionales aplicadas por los gobiernos y sostenidas por el Fondo Monetario Internacional” (es decir, por instituciones nacionales e internacionales, y no globales).
Curiosamente, la balcanización de la unidad política del planeta y la consecuente fragmentación de las regulaciones sobre la economía global que permiten las especulaciones financieras son exaltadas hoy por los mismos nacionalistas que pretenden luchar contra la mercantilización de la vida humana.
Al populismo nacionalista del “desacople” y “el vivir con lo nuestro”, que sueña con superar el desequilibrio entre un capitalismo global y unas políticas económicas nacionalizadas haciendo girar hacia atrás la rueda de la Historia, pueden hacerse otras objeciones:
–No es legítimo pasarse cinco años proclamando que el viento de cola no existe, que el aislamiento de la Argentina es una ventaja y que el país está blindado contra crisis externas para, repentinamente, pasar a culpar a la crisis mundial de todos y cada uno de los problemas generados por el proteccionismo neodesarrollista.
–Si se usan exageradamente los instrumentos expansivos (cambio alto, gasto estatal creciente, créditos fáciles al consumo) durante una fase expansiva, con la excusa de no querer enfriar la economía, durante la siguiente fase recesiva, que siempre llega, el recurso imprescindible a estas herramientas conlleva el riesgo de una crisis hiperinflacionaria y de un desequilibro incontrolable en lo fiscal y comercial.
–No se ve cómo se pueda volver a un mundo de economías nacionalmente centradas cuando los medios tecnológicos han superado claramente esa fase, ni existen antecedentes exitosos de retrocesos tecnológico-organizativos de amplia escala que no hayan tenido consecuencias desastrosas (como en el feudalismo que siguió a la caída del Imperio romano o con el fin de la Pax Britannica y la Belle Époque), ni se conoce un solo ejemplo de un estado nacional que haya sido exitoso sobre la base de un proyecto autárquico desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
–No puede haber regulaciones efectivas de un mundo económicamente globalizado que no sean, por sí mismas, globales; ni puede haber regulaciones globales que contemplen los intereses de todos los seres humanos que serán afectados por ellas sin una paulatina construcción de instituciones democráticas globales, comenzando por una asamblea parlamentaria de las Naciones Unidas capaz de transformarse progresivamente en un verdadero parlamento mundial que represente y defienda los intereses de todos los ciudadanos del mundo.
–Finalmente, si hemos de dar a las cosas un nombre apropiado, la idea de renacionalizar la economía en lugar de globalizar la democracia y de volver al paradigma proteccionista del industrialismo jurásico en lugar de reformar la arquitectura financiera internacional y mundial para adecuarla a un mundo-mundial en cambio acelerado, es una idea que toma el pasado como referencia para la solución de las cuestiones planteadas por el futuro. Por lo tanto, es una idea reaccionaria que no puede ser defendida en nombre del progresismo.
Sobre Keynes. La pretensión de los populistas nacionalistas de presentarse como keynesianos es otra torpeza que sólo puede nacer del desconocimiento de la vida y la obra de Keynes, ese formidable lord inglés que había hecho la mayor parte de su fortuna apostando en la Bolsa, que detestaba el nacionalismo, que decía que cuando veía que sus ideas no funcionaban las cambiaba, que calificaba a las devaluaciones competitivas de “política de empobrecer a los vecinos” y que en Bretton Woods, en 1944, se presentó a la reunión en la que tendrían origen el FMI y el Banco Mundial con una serie de propuestas a favor de la unificación económica del planeta que no estaría de más tener en cuenta en la edificación de un nuevo orden financiero global. Preveían, por ejemplo, la creación de un sistema monetario mundial con vistas a una moneda única y la constitución de una institución de salvaguarda financiera internacional que actuara globalmente como prestamista de última instancia. Si Keynes viviera hoy, el que se quiera usar su obra como fundamentación del nacionalismo populista le provocaría, supongo, la misma sorpresa y decepción que se llevaría Marx si resucitara y viera las cosas que se han hecho en su nombre.
*periodista y Diputado Nacional por la Colación Cívica. Autor de “¿Qué significa ser protagonista en la Argentina del siglo XXI?, Editorial Sudamericana, 2009