Para sorpresa de nadie, el domingo pasado el electorado argentino subrayó lo que ya nos había dicho en agosto; quiere prolongar el statu quo por un rato más, si es posible un rato bien largo, de ahí el respaldo mayoritario que recibió Cristina Fernández de Kirchner que vio aumentar su proporción de los votos merced al aporte valioso de los habituados a apostar al presunto ganador. Asimismo, en la provincia de Buenos Aires, que es por lejos el distrito electoral más importante del país, triunfó por un margen todavía mayor sobre su contrincante más cercano el otro paladín del statu quo, el gobernador Daniel Scioli.
Aunque Scioli jura y rejura que es un compañero leal a la señora Presidenta y en ocasiones da a entender que comparte su visión ideológica, mejor dicho, su “relato”, con el entusiasmo debido, nadie ignora que en su persona encarna una alternativa sociopolítica que en verdad tiene muy poco en común con la representada por los kirchneristas. Lo negará mil veces, pero es miembro de la misma tribu política que el jefe porteño Mauricio Macri. Es un conservador de opiniones moderadas, amigo del empresariado y del campo, que sencillamente no toma en serio las doctrinas confeccionadas por quienes se esfuerzan por dotar al kirchnerismo de una base intelectual convincente.
Así las cosas, tratar de interpretar los resultados de las elecciones en términos ideológicos sería una pérdida de tiempo. En la Argentina tercermundista, para no decir feudal, donde Cristina se anotó las mayorías correspondientes –más del 80 por ciento en Santiago de Estero–, los votantes están acostumbrados a aferrarse al caudillo más poderoso del momento, lo que es lógico porque saben muy bien que es la fuente principal de los subsidios módicos que esperan conseguir. ¿Les interesan a los santiagueños y formoseños las elucubraciones de los esforzados teóricos K? Claro que no. En las zonas que se supone son un tanto más sofisticadas, el electorado también suele hacer gala de una amplitud de miras que debería dejar boquiabiertos a los ideólogos. En la Capital Federal, muchos simpatizantes de Macri como intendente o, si se prefiere, jefe de Gobierno, votaron a favor de Cristina. Del mismo modo, en la provincia de Buenos Aires la mayoría no percibió ninguna contradicción entre la presidenta revolucionaria del relato oficial y el gobernador de instintos conservadores; con escasas excepciones, repudiaron con desprecio la alternativa supuestamente más kirchnerista, o por lo menos más progre, que les fue ofrecida por Martín Sabbatella. En cuanto al compañero de fórmula de Scioli, el comisario político y operador mediático Gabriel Mariotto, es razonable suponer que fue nula su contribución al 55 por ciento de los votos que obtuvo el dúo. Tal actitud puede considerarse paradójica. A la intelectualidad K y a la gente de La Cámpora –dicho sea de paso, los candidatos de la agrupación así denominada no tuvieron muchos motivos para festejar–, les encanta ver a Cristina como protagonista de una gran gesta revolucionaria destinada a poner patas arriba al país, pero sucede que el electorado votó masivamente en contra del cambio. Puede que se haya equivocado, pero confía en que la mera presencia de la misma persona en la Casa Rosada bastará como para asegurar que nada desagradable ocurra en los años próximos, que las advertencias lúgubres de los agoreros de siempre se deban más a sus deseos malignos que a peligros genuinos. Cristina, pues, se ve frente a un dilema. Tanto ella como los personajes que conforman su círculo áulico minimalista quisieran ponerse ya a transformar el país para que se asemejara más al soñado por los gurúes revisionistas de antaño. También saben que acaban de recibir un cheque en blanco multimillonario porque las distintas facciones opositoras, todas –salvo la liderada por Macri– desconcertadas y humilladas, no están en condiciones de hacer valer los contrapesos y controles institucionales que en teoría existen. Pero así y todo, la Presidenta no puede sino ser consciente de que el electorado la respalda porque le gusta el estado actual del país y teme que, en otras manos, podrían esfumarse los beneficios que atribuye al kirchnerato. Quiere defender la situación económica vigente, no emprender una aventura alocada de desenlace incierto de la clase que proponen los jóvenes lobos K que fantasean con reeditar aquí las proezas de personajes como el venezolano Hugo Chávez. En las horas que siguieron a la ratificación formal de su “hegemonía”, la Presidenta adoptó un tono conciliador. ¿Lo mantendrá? Pronto sabremos la respuesta a este interrogante fundamental. Mientras que en otras latitudes democráticas el 54 por ciento de los votos no servirían para instalar un régimen autoritario, en la Argentina la debilidad crónica de una oposición penosamente dividida significa que cualquier mayoría coyuntural es suficiente como para tentar a los oficialistas a procurar blindarse contra disgustos futuros poniendo en marcha un nuevo “movimiento histórico”. En 1983 y 1984, los radicales –tan democráticos ellos– fantasearon con eternizarse en el poder. Aun cuando la Presidenta tenga sus dudas en cuanto a la conveniencia de intentar hacerlo, sus dependientes harán cuanto puedan por convencerla de que sería un error imperdonable conformarse con lo ya conseguido.
El primer cuatrienio con Cristina en la Casa Rosada –si bien, a juicio de muchos, por casi tres años el poder de decisión fue de su marido, de modo que su propia gestión comenzó aquel día fatídico de octubre pasado–, se caracterizó por el aumento constante del gasto público, de la presión tributaria y de la inflación, además del producto bruto, y por la búsqueda de nuevas fuentes de ingresos y por el intervencionismo estatal creciente, lo que, entre otras cosas, ha impulsado una huida de capitales que amenaza con adquirir dimensiones fabulosas. Aunque dicha estrategia sirvió para difundir la sensación de que, por enésima vez, el país había entrado en un período prolongado de prosperidad y que por lo tanto hay que continuar por el mismo rumbo cueste lo que costare, los límites ya están a la vista. Para superarlos, sería necesario que “el mundo” comprara cantidades cada vez mayores de yuyo a precios cada vez más altos y que los inversores extranjeros –y los ahorristas nativos– olvidaran lo del default y que la industria local comenzara a conquistar mercados fuera del territorio nacional. Por desgracia, la posibilidad de que “el mundo” cumpla su rol indicado en la epopeya kirchnerista es escasa. Tal y como están las cosas, el segundo cuatrienio de Cristina coincidirá con un bajón acaso catastrófico en Europa, la ralentización de la locomotora china, una etapa muy complicada en Brasil y, tal vez, la recuperación sumamente trabajosa de los Estados Unidos, para no hablar del riesgo de que en cualquier momento estalle aquel polvorín que es el Oriente Medio.
Aunque la Argentina está mejor ubicada que la mayoría de los países para soportar las ondas expansivas desatadas por las diversas crisis internacionales, dista de estar tan preparada para enfrentarlas como estaba en el 2008 cuando la debacle del banco de inversión Lehman Brothers paralizó el mundo de las finanzas, y provocó aquí la recesión que le costó a Néstor Kirchner una derrota dura en las elecciones legislativas bonaerenses. Así, pues, ha llegado la hora de asegurar las escotillas de la gran nave nacional a la espera de una tormenta que podría adquirir proporciones devastadoras. Compatibilizar dicha necesidad con las expectativas de un electorado que pide más de lo mismo no será del todo fácil –aunque, por fortuna, el próximo “año electoral” vendrá en el 2013–, sobre todo para un Gobierno que siempre ha insistido en que la palabra “ajuste” no figura en su léxico y que debe el apoyo popular que lo acompaña en buena medida a su resistencia a pisar el freno. Hasta ahora, Cristina ha sido la Presidenta del boom consumista, de los aumentos de los haberes modestos de los jubilados habitualmente postergados, de las asignaciones familiares y de una multitud de subsidios que han beneficiado no solo a los más pobres sino también a sectores amplios de la clase media urbana que, a diferencia de sus equivalentes de Brasil y Chile, han pagado muy poco por el gas y electricidad que los protegen contra el frío y el calor. ¿Cómo reaccionará si le toca ser la Presidenta de un período de austeridad relativa? En el transcurso de la no campaña electoral –no hubo debates entre los candidatos– la Presidenta actuó como si diera por descontado que nunca se vería en una situación equiparable a la en que se encuentra su homólogo norteamericano Barack Obama o los atribulados mandatarios de Europa y el Japón, pero nada es eterno en este mundo y sería un auténtico milagro que en los cuatro años venideros la economía continuara expandiéndose al ritmo al que nos hemos acostumbrado.
Es tradicional que los gobiernos recién elegidos o reelegidos aprovechen la oportunidad para tomar cuanto antes medidas antipáticas con la esperanza de que los eventuales beneficios lleguen a tiempo para permitirles ganar las próximas elecciones. ¿Será tan pragmática Cristina? Puesto que la Presidenta se encuentra completamente sola en la cima del poder, todo dependerá de su propio apego al “relato” que, según parece, cree estar protagonizando.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”