Durante meses, pedazos sueltos del gran electorado nacional se habían divertido castigando a prohombres del kirchnerismo, pero el domingo pasado los pedazos se reunieron para decirnos que, lejos de sentirse harto de Cristina, en verdad el país la adora. Por lo menos, fue esta la reacción de casi todos luego de que la mitad y pico de los empadronados votó por la Presidenta en las primarias sui géneris que acaban de celebrarse. Como el radical atípico Rodolfo Terragno nos recordó, de haber aprovechado mejor la oportunidad que les fue brindada por la modalidad que se estrenaba, las agrupaciones opositoras pudieron haber engendrado una alternativa genuina a cuatro años más de kirchnerismo, pero los dirigentes optaron por desperdiciarla; sin excepción, prefirieron ser cabeza de ratón a cola de león. Así les fue.
Mientras que en otras partes del mundo democrático el que a más de dos meses de las elecciones presidenciales la favorita apenas lograra superar el 50 por ciento significaría que la contienda sería reñida, aquí fue tomado por evidencia de que “Cristina ya ganó”. Puesto que a muchos les gusta compartir los triunfos políticos, no sorprendería que el 23 de octubre la Presidenta aumentara todavía más la distancia que ya la separa de sus desafiantes, pero el eventual reparto del poder no reflejaría los deseos ciudadanos.
Sea como fuere, la victoria que se anotó Cristina fue de acuerdo común tan aplastante, arrolladora y plebiscitaria que algunos, asustados por lo que creen hará la Presidenta con el capital político que ha acumulado, se pusieron a hablar del peligro que plantearían los previsibles intentos de ciertos seguidores por construir un “partido único” que, confiado en su hegemonía, se las arreglara para perseguir a los escasos disidentes que se animaran a criticarlo. Con todo, aunque abundan los autoritarios, entre ellos muchos oficialistas seriales, a quienes les encantaría hostigar a los reacios a rendirles pleitesía, parecería que Cristina misma entiende que en política las mayorías son coyunturales, que los votos no tienen dueños permanentes y que por lo tanto le convendría manejar con “mesura” el poder que brindan. No es de su interés correr riesgos innecesarios entregándose al triunfalismo prematuro, de suerte que es de suponer que hasta el 23 de octubre continuará hablando de manera conciliadora, lo que entre otras cosas serviría para que los votantes la ubiquen por encima de las reyertas políticas cotidianas,
¿A qué se debió la magnitud inesperada del triunfo de la Presidenta, un triunfo que, no lo olvidemos, en los Estados Unidos o Francia en que rigen sistemas políticos similares no sería considerado del todo desproporcionado? En primer lugar, a la fragmentación exasperante de la oferta opositora: casi hubo un triple empate en la disputa por el segundo puesto. Asimismo, acostumbrados como están a privilegiar las internas, los aspirantes a reemplazar a Cristina se asemejaban más a candidatos a un cargo municipal que a jefes de Estado en potencia. Ninguno se dio el trabajo de elaborar un “proyecto” convincente, acaso porque todos estaban demasiado ocupados defendiendo su propio espacio contra intrusos, haciendo tropezar a los sospechados de querer invadirlo y procurando aliarse con quienes podrían resultarles útiles, de tal modo enojando sobremanera a los descartados por inútiles.
De los siete supervivientes de la jornada, Cristina, Ricardo Alfonsín, Eduardo Duhalde, Hermes Binner, Alberto Rodríguez Saá, Elisa Carrió y Jorge Altamira, sobran cuatro, cuando no cinco, pero merced a las particularidades de la ley electoral más reciente los rezagados no podrán bajarse tan fácilmente como quisieran algunos. Podrían hacerlo, pero tienen que pensar en el destino de quienes figuran en sus respectivas listas.
Aunque en esta oportunidad Cristina hizo una elección respetable en la Capital Federal, Santa Fe y Córdoba, distritos que poco antes habían repudiado a sus abanderados, el grueso de aquel 50 por ciento fue suministrado por los votantes del conurbano y de las provincias más pobres como Santiago del Estero (80,15%), Formosa (70,24%), Tucumán (65,45%) Corrientes (63,27%) y Chaco (60,98%). De no ser por el aporte de la Argentina tercermundista, el panorama sería un tanto distinto, si bien la incapacidad de los líderes opositores para formar partidos auténticos le hubiera asegurado a Cristina un primer lugar relativamente cómodo.
Se trata de sectores sociales que, para frustración de los bienpensantes progresistas, suelen votar por el caudillo populista más poderoso de turno; en 1995 el beneficiado por dicha propensión fue Carlos Menem, en la actualidad es Cristina. Es lógico: los votantes quieren manifestar su apego al jefe o jefa por entender que dependen de lo que haga, actitud que está compartida, por motivos no muy diferentes pero con un grado mayor de cinismo, por los operadores políticos locales. Otro síntoma de la tercermundización del país ha sido el crecimiento del voto peronista; sumados los votos conseguidos por Cristina, Duhalde y Rodríguez Saá, la cosecha superó el 70 por ciento, dejando a los comprometidos con credos más afines a los dominantes en el Primer Mundo repartir los restantes.
El predominio del peronismo no motivaría extrañeza si a través de los años el movimiento hubiera hecho de la Argentina un dechado de prosperidad material y justicia social, pero la verdad es que le corresponde la mayor parte de la responsabilidad por haberla depauperado, transformándola según algunos amargados en un apéndice del Brasil, detalle este que pocos se dignan tomar en cuenta. Como señalaba el propio general, no es que los peronistas hayan sido tan buenos, es que sus adversarios han sido irremediablemente malos.
Puede que en su fuero interior, Cristina comparta la opinión del Juan Domingo Perón. Si bien atribuye el resultado imprevistamente positivo de las primarias al “reconocimiento de una gestión”, sabrá que desde la muerte de su marido su forma de administrar el país ha sido, por decirlo del modo más caritativo, muy pero muy desprolija, ya que se ha mostrado más interesada en retocar su “relato” que en prestar atención a los engorrosos pormenores administrativos.
Algunos dicen creer que el 50,7 por ciento fue posibilitado por “el carisma” de la Presidenta; en tal caso, sería cuestión de un carisma enigmático, distante, como el detectado por sus admiradores en la imagen pública de Hipólito Yrigoyen; conforme a las pautas habituales, Cristina no es una persona carismática, aunque la voluntad de muchos de creerlo podría dotarle de aquella cualidad misteriosa que, por un rato, sirve para distinguir a políticos determinados del montón.
El buen momento por el que está pasando la economía, con el consumo, salarios y subsidios en alza, no pudo sino incidir en el estado de ánimo del electorado que, claro está, quiere que continúe por mucho tiempo más y, según parece, no se preocupa excesivamente por los zarpazos inflacionarios que semana tras semana reducen su poder de compra. Incluso las nubes densas que ensombrecen el horizonte en las zonas más ricas del planeta y que podrían prenunciar una nueva recesión mundial que con toda seguridad nos afectaría habrán ayudado al Gobierno; en tiempos de nerviosismo, es natural que la gente se aferre a lo ya conocido. También lo es que muchos teman que una alternativa opositora dispuesta a enfriar una economía sobrecalentada los privara de una tajada de ingresos que ya apenas sirven para mantenerlos a flote.
Mientras tanto, los derrotados de la jornada –salvo Altamira, que está compitiendo en otro torneo– están lamiendo sus heridas y tratando de entender el porqué de lo que acaba de sucederles. A pesar de sus esfuerzos, Alfonsín no logró salir del cada vez menos poblado territorio radical; Duhalde no pudo eliminar las dudas éticas, legítimas o no, que siempre lo han acompañado, Binner puede sentirse satisfecho con el 10,26 por ciento que alcanzó a costa de debilitar la corriente que representa; Rodríguez Saá se habrá felicitado por romper la hipotética barrera del 7 por ciento, aunque a esta altura sabrá que queda lejos de la Casa Rosada.
Quien más perdió fue Elisa Carrió. Aquel magro 3,24 por ciento fue casi 20 puntos menos que lo que obtuvo en las elecciones presidenciales del 2007. ¿Fue castigada por la vehemencia apocalíptica que siempre ha caracterizado su discurso? Es posible, aunque también lo es que su desempeño decepcionante se haya debido menos a su afición a la pirotecnia verbal que al consenso de que no estaría en condiciones de encabezar un gobierno viable. Tal y como están las cosas, en adelante la Coalición Cívica se parecerá más a una ONG que a un partido político, si bien seguirá contando con algunos legisladores.
Los dirigentes denostados por su inmoralidad por Lilita, en especial Mauricio Macri, se sentirán aliviados por la humillación electoral que acaba de experimentar. Es más: para el porteño fueron óptimos los resultados de las primarias que lo dejaron como el único presidenciable opositor serio que salió ileso de la lucha. Si, como muchos prevén, el próximo gobierno se ve arrollado por una crisis económica de su propia factura, llegaría la hora de la alternativa centroderechista que encarna.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.