Aquel fue su retrato más revelador. A mitad de la escalera, posando junto al cadáver del guerrillero, recreaba la típica postal del cazador con el pie sobre su presa. Una verdadera radiografía de la mente y los instintos de Alberto Kenyo Fujimori.
Había más honor en el cuerpo acribillado del jefe guerrillero que comandó la ocupación y toma de rehenes en la residencia del embajador japonés, durante una fiesta de gala. Por cierto, fue un acto brutal; sin embargo, el comandante Néstor Cerpa Carttolini tenía entre sus razones una que, si bien no lo disculpaba, mostraba un vestigio de nobleza en su violento accionar: quería canjear esos rehenes millonarios que atrapó en la lujosa mansión del coqueto barrio limeño de Miraflores, por la libertad de un puñado de camaradas encarcelados entre los que estaba su esposa.
En cambio, todo era violencia innoble y vil en la imagen del presidente que posaba triunfal junto al cadáver baleado en la escalera. Sabía cómo retratar sus victorias sobre los insurgentes. La postal del cazador junto a su presa retrató el éxito de la “Operación Chavín de Huantar” sobre los comandos del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) que habían ocupado la residencia del embajador nipón; mientras que a Abimael Guzmán, alias “presidente Gonzalo”, lo retrató enjaulado y con un traje a rayas de presidiario.
Así demolió la imagen del profesor de Filosofía que, junto a Osman Morote, creó en la Universidad de Ayacucho la agrupación extremista Bandera Roja, una escisión del Partido Comunista. Y a renglón seguido, mezclando el marxismo indigenista de José Carlos Mariátegui con el Libro Rojo de Mao Tse-tung, engendró Sendero Luminoso, la versión peruana de lo que fue en Camboya la violencia exterminadora del Khemer Rouge y su lunático líder Pol Pot.
Aplastando a esa guerrilla histérica que inauguró su lucha insurgente colgando perros muertos en el alumbrado de las aldeas de la selva andina, y la terminó fusilando a indígenas y campesinos que se negaban a integrar sus filas, el otrora ignoto ingeniero agrónomo enmarcó su propia imagen de inefable estratega y general victorioso, que derrotaba monstruos en el campo de batalla mientras que, en las urnas, derrotaba a gigantes como Mario Vargas Llosa y Javier Pérez de Cuellar.
Sin embargo, de la misma forma extraña y vertiginosa en que pasó sin escalas de ser el desconocido decano de una facultad de agronomía a ser el presidente del Perú; Fujimori pasó de mariscal de fulgurantes victorias a protagonista reptante de humillantes derrotas.
El samurai derrotado. Si Alan García fuese de la misma calaña, lo hubiera hecho fotografiar en una celda enfundado en un traje a rayas, tal como él hizo con el sanguinario líder senderista. Después de todo, el actual presidente del Perú tuvo que exiliarse para no ir preso cuando, al final de su deplorable gobierno de los años ochenta, dejó el poder en manos de su sucesor de origen japonés, quien de inmediato lo sometió a una intensa y sofocante persecución política.
Aunque con una escuálida porción de votantes, el Partido Aprista lo había apoyado en la elección, pero ni bien tomó el poder en sus manos se ensañó con el anterior presidente. Claro está que el gobierno aprista fue un muestrario de corrupciones; pero el de Fujimori fue aún peor, porque además de corrompido hasta la médula, fue despótico y criminal.
De todos modos, que Alan García no se haya vengado de su antiguo perseguidor no es más significativo que el inmenso contraste entre la imagen de aquel invulnerable samurai que salió de la nada para vencer a monstruos y a gigantes, con este sujeto insignificante y patético que Chile extraditó para que respondiera por dos masacres y otros crímenes ante la justicia peruana.
El líder que en las urnas doblegó a un brillante escritor de fama mundial y a un diplomático excepcional que había presidido nada menos que la ONU, mientras que en la lucha armada aplastaba a feroces guerrillas, había logrado incluso convertir en victoria una evidente derrota.
En la guerra que el gobierno de Ecuador presidido por Sixto Durán Ballén desató sorpresivamente en la Cordillera del Cóndor, el ejército ecuatoriano repelió la contraofensiva de las fuerzas peruanas en la decisiva batalla de Tiwinza, logrando posicionarse en el territorio donde en dos ocasiones había sido derrotado.
Sin embargo, la diplomacia de Fujimori revirtió en la mesa de negociaciones la derrota que sus soldados habían sufrido en los combates, dejando la situación territorial tal como era antes del primer disparo.
Dentro y fuera del Perú, se lo veía como un estadista formidable y un estratega invencible. Era difícil imaginarlo derrotado. Por eso fue tanta la perplejidad cuando aquel presidente infalible y todopoderoso dejó el poder de una de las formas más descabelladas y deshonrosas que registra la historia latinoamericana, y eso que es la inspiradora del realismo mágico.
Tras intentar con un desprolijo fraude electoral ocultar su derrota frente al economista y candidato opositor Alejandro Toledo, Fujimori se escapó a Japón y días más tarde, desde la tierra de sus ancestros, mandó por fax la renuncia.
Tampoco había ni vestigios del hombre infalible y todopoderoso que alguna vez todos creyeron que era, en estos días en que los peruanos observaron atónitos a un ser minúsculo que, con el rostro desencajado y las manos esposadas, bajó de un patrullero para quedar en una celda. La imagen que demostró que los estadistas invencibles y omnipotentes pueden volverse insignificantes y patéticos cuando los abandona la buena estrella, si no tienen ética y dignidad suficientes.
Espejismos políticos. Los peruanos creyeron ver en él a un líder de inmensa lucidez cuando sacó al país en tiempo récord del infierno en que lo había dejado el gobierno que presidió un Alan García joven, aventurero y populista. Haber sofocado las llamas de la hiperinflación que incineraba los salarios, y haber recompuesto el sistema financiero después de la fallida y propagandística nacionalización de la banca que intentó el gobierno aprista, lo mostraron casi como un mago de la función pública; imagen que reforzó al reinsertar al Perú en el sistema financiero internacional tras la moratoria unilateral de la deuda externa que con ínfulas libertarias había declarado Alan García.
Aquellos triunfos resonantes de Fujimori tuvieron un efecto hipnótico en un país que llevaba décadas de fracaso en fracaso.
Pero después lo vieron escapar a Japón y luego regresar extraditado desde Chile. Y esa imagen, que aparentemente contrasta con la del cazador junto a su presa, en realidad es una continuidad coherente y una vara para medir la catadura moral del personaje.
Habiendo tenido en claro su vileza, nadie se hubiera sorprendido al descubrir que el monje gris de su régimen fue el abyecto Vladimiro Montesinos, quien desde los servicios de inteligencia corrompió a opositores para neutralizarlos, además de persiguir, torturar y asesinar a muchos de quienes denunciaban sus crímenes.
Joseph Fouché fue el ministro de Napoleón que fundó el espionaje moderno, usando ese instrumento para eliminar adversarios del Estado al que servía y también a sus propios adversarios dentro de ese Estado. Y Montesinos fue el Fouché de Fujimori hasta que salieron a la luz pública los videos que él mismo hacía filmar en su despacho de los Servicios de Inteligencia de la Nación (SIN), pagando sobornos a diputados y senadores de la oposición para comprar sus votos legislativos y también sus silencios.
A esa altura ya estaba claro que Fujimori era un traidor, corrupto y sin escrúpulos. En realidad, lo había demostrado al echar de su lado a Susana Higuchi, quien además de ser la empresaria que financió su campaña presidencial, era su esposa y la madre de sus dos hijos. También mostró su perfil autoritario cuando destituyó al Tribunal Constitucional que, interpretando correctamente la carta magna del Perú, le impedía presentarse a una tercera elección presidencial.
Además de las dos masacres que perpetró el ejército bajo su mandato, en el barrio Los Altos y en la Universidad de La Cantuta, el entonces presidente y líder del partido Cambio 90 evidenció su vocación despótica y la censura que instauró su régimen cuando echó del país y le quitó la nacionalidad peruana a Baruch Ivcher, el dueño del opositor canal de televisión Frecuencia Latina, cuya propiedad obviamente perdió.
Con esta historia turbia y truculenta como antecedente, nadie debió sorprenderse al ver la imagen que tanto contrastó con aquel líder invencible y todopoderoso; o sea la del hombre patético e insignificante que Chile extraditó al Perú y quedó recluido en una celda.
Ese es Alberto Kenyo Fujimori, tan verazmente retratado como en aquella escalera sobre la que yacía el cuerpo acribillado de Néstor Cerpa Carttolini, el guerrillero que ocupó la residencia del embajador japonés durante una fiesta de gala para lograr, de esa forma feroz y violenta, la liberación de la mujer que amaba.
Aquel cadáver humillado en el salón donde se libró la batalla de la Operación Chavín de Huantar, tenía más dignidad que el hombre que posó junto a él, como si fuera el cazador que se retrata con el pie sobre su presa.
*Periodista y politólogo