Se ha hablado mucho últimamente de una fantasiosa “batalla cultural”, del intento de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su corte de ideólogos por transformar su propia interpretación de la historia del país en la ortodoxia de todo argentino de bien. Aunque algunos oficialistas ya han cantado victoria, los festejos en tal sentido son, cuando menos, prematuros. Puede que a través de los años la Argentina se haya empobrecido anímica e intelectualmente, pero todavía dista de ser el país disminuido que imaginan los esforzados narradores oficiales. Acaso lograrán que ciertos políticos, sindicalistas, gente de la farándula y deportistas cuyas peripecias y opiniones se ven registradas en los diarios y los programas televisivos acepten adherir a su “verdad” particular, pero hay muchos otros que no se dejarán manipular tan fácilmente por los propagandistas de los poderosos de turno.
Se trata de una minoría, claro está, pero de una que en la Argentina sigue siendo, a pesar de la sangría de las décadas últimas, más grande y más heterogénea que en casi todos los demás países latinoamericanos. Es una parte muy importante de lo que queda de la vieja clase media que, desde luego, tiene sus raíces en la cultura europea tan denostada por nacionalistas que, mal que les pese, también se inspiraron en ideas de origen foráneo. Aunque la han erosionado una serie de crisis económicas devastadoras, la emigración de miles de personas que de otro modo aportarían mucho a la calidad de la vida intelectual del país, y el deterioro constante del sistema educativo, sigue sorprendiendo por su vigor y por su voluntad tenaz de aferrarse a ciertos principios básicos.
Pues bien: la gris y lluviosa madrugada del lunes vio morir, a los 88 años, a un representante destacado de esta minoría que tanto ha incidido en la evolución de la cultura de la Argentina y de países vecinos que, les guste reconocerlo o no, se encuentran en lo que podría denominarse su esfera de influencia. En el transcurso de su larga vida, Isay Klasse desempeñó un papel clave en una multitud de actividades relacionadas no sólo con el libro sino también con la educación y con la difusión de valores democráticos en una sociedad en que las tentaciones autoritarias nunca han estado ausentes. Lo hizo como editor, miembro de vaya a saber cuántas comisiones y asociaciones nacionales e internacionales y, sobre todo, como la figura central de una amplia red de amistades que abarcaría a presidentes, legisladores, funcionarios, escritores, periodistas y pensadores con quienes, merced últimamente al progreso vertiginoso de las comunicaciones electrónicas, se mantenía en contacto constante. Puede que, sin Isay ubicado en el centro, está red informal se recomponga en parte, pero en adelante nada será igual.
Si bien en el “mundo de la cultura” Isay fue una figura conocida, un hombre respetado incluso por quienes rechazaban sus ideas firmemente democráticas y su apego a las formas republicanas – algo que por desgracia no es poca cosa en la Argentina actual en que las diferencias de opinión son a veces suficientes como para hacer imposible la convivencia civilizada -, nunca quiso formar parte del reducido elenco de famosos que no necesitan ser introducidos. En esta empresa su éxito fue sólo parcial, ya que con cierta frecuencia su opinión sobre los más diversos asuntos se vio solicitada por los medios; se entiende, aunque Isay Klasse siempre fue amable y cortés, si la ocasión lo exigía pudo ser un polemista formidable.
Lo demostró el año pasado, cuando le pareció francamente ridícula la intención de los responsables del pabellón argentino en la Feria del Libro de Francfort de hacer, con el aval al parecer entusiasta de la presidenta Cristina, de cuatro “iconos” nacionales – Eva Perón, Carlos Gardel, Diego Maradona y el “Che” Guevara – los símbolos máximos de la argentinidad. En seguida, Isay, en aquel entonces el consejero honorario de la Cámara Argentina de Editores, puso en marcha una campaña, que pronto merecería el apoyo de un conjunto impresionante de intelectuales, para recordarles a los resueltos a exportar el relato oficialista a Europa que la Feria de Francfort, la principal de su tipo del mundo entero, no se asemeja para nada a la de Buenos Aires, ya que está cerrada al público por ser cuestión de un lugar de encuentro de libreros, editores y distribuidores más interesados en firmar contratos y conseguir derechos de autor que en internarse en las profundidades del ser nacional argentino. Así las cosas, procurar hacer de la ciudad alemana el escenario de un nuevo episodio de la “batalla cultural” oficialista sólo motivaría la extrañeza de los invitados a presenciarlo.
Como señaló, por haber contado la Argentina con Domingo Faustino Sarmiento y Jorge Luis Borges, “los escritores más importantes en lengua española de los siglos XIX y XX respectivamente”, era absurdo malgastar una oportunidad casi irrepetible para impresionar al mundo con la riqueza de la literatura argentina rindiendo homenaje una vez más a una política, un cantante, un futbolista y un guerrillero por célebres que fueran. Aunque Sarmiento quedó excluido, es de suponer debido a la animadversión que, como es notorio, siente por él la autoproclamada “Sarmiento del siglo XXI”, de resultas de los esfuerzos de Isay, aquel gorila emblemático Borges, acompañado por Julio Cortázar, sí fue admitido al improvisado altar a la Patria que se erigía en Alemania.
A diferencia de la Feria del Libro de Francfort en que los vinculados con la pujante industria editorial hacen sus negocios multimillonarios, la Feria del Libro que todos los años se celebra en Buenos Aires y que se ha hecho la mayor por un margen muy amplio del mundo de habla hispana, sí es decididamente popular. Lo es gracias en buena medida a los esfuerzos de Isay Klasse que, desde la primera exposición en marzo de 1975, trabajó incansablemente para asegurar que se convirtiera en el fenómeno que pronto sería.
Promocionar la lectura en un país antes renombrado por la devoción al libro de una proporción significante de sus habitantes pero que había retrocedido mucho a partir de los años sesenta siempre le pareció prioritario. Así y todo, a pesar de su compromiso emotivo con el libro impreso tradicional, no le intimidó la invasión de adminículos electrónicos que tanto alarma a muchos editores. Entendió desde el vamos que sería positiva cualquier cosa que ayudara a la difusión de la palabra escrita. Como dijo una vez, “hay un vínculo estrecho entre el mundo de Gutenberg y el universo de Bill Gates”, universo en que se sentía a sus anchas ya que desde octubre de 2007 contaba con su propio blog: KlassePress.
Además de ser una suerte de misionero cultural, Isay siempre fue un defensor enérgico de la democracia y por lo tanto del respeto por los derechos humanos. Cuando la dictadura militar más reciente, Ediciones Marymar, la empresa que dirigió, no vaciló en publicar libros que con toda seguridad enojaban mucho al despiadado régimen castrense, lo que no pareció preocuparle demasiado aunque sabía lo que era ser un preso político, ya que en los años cincuenta había sido uno por oponerse al decididamente autoritario gobierno peronista.
Lo mismo que otros intelectuales destacados de su generación, una generación cuyos últimos representantes están despidiéndose, uno tras otro, Isay Klasse se formó en el socialismo democrático, enfrentándose tanto con los admiradores del nazismo como los comunistas, lo que andando el tiempo lo haría inmune al fervor, que aún no se ha apagado por completo, motivado por la revolución cubana de los hermanos Castro y, desde luego, el “icónico” Che Guevara. Para él, no hubo totalitarismos buenos, puesto que todos suponían la violación sistemática de los derechos ajenos. Tendrían que pasar muchos años antes de que muchos intelectuales reconocieran, con pesar, que el “socialismo realmente existente” no fue mejor que la aburrida democracia “formal” sino infinitamente peor.
Además de enfrentar las distintas variantes dictatoriales que tantos horrores –más de cien millones de muertes – provocaron en el siglo XX, Isay no pudo sino sentirse agredido por el antisemitismo que, después de hacerse menos intenso en los años que siguieron al holocausto nazi, regresaba de la mano de los islamistas, mientras que el conflicto entre Israel y los árabes palestinos brindaba a europeos y otros proclives a culpar a los judíos por todos los males, un pretexto irresistible para reanudar sus ataques. No fue indiferente a los reclamos de los palestinos – en los que serían los meses finales de su vida, se ocupó organizando una campaña para que Daniel Barenboim recibiera el premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos por reconciliar los dos bandos a través de la música -, pero entendía muy bien que sería un error catastrófica no tomar en serio las amenazas genocidas proferidas por sujetos como el iraní Mahmoud Ahmandinejad. Con todo, se internó en la clínica en que moriría antes de difundirse los resultados de una investigación que confirmaba que el antisemitismo, tal vez tenue pero así y todo peligroso, sigue contando con millones de cultores en la Argentina. Lo hubiera entristecido pero, consciente como era del poder de los prejuicios irracionales, no lo hubiera sorprendido.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.