La segunda vida de la flores”, de Jorge Fernández Díaz es la mejor novela argentina que he leído desde bastantes años atrás. Trata sobre el amor. Mejor dicho sobre la imposibilidad del amor. Mejor dicho sobre lo letal y abismal del amor cuando se hace posible. Todo ello sumergido en el líquido amniótico que nos alberga a lo largo de nuestras vidas: la fracasada completud de los afectos.
Fernández el autor y Fernández el protagonista, que también es escritor, comienzan por presentarnos al dermatólogo octogenario, un seductor legendario que da cátedra de su especialidad en el bar “Montecarlo” de Palermo Pobre, el barrio de la memoria. Con Fernández por testigo anuncia que hará su última conquista, como el deportista que decide que la próxima competencia será la definitiva para que sus admiradores puedan regalarle la merecida ovación. Luego será el turno de Fernández de relatar al golpeado dermatólogo seductor la ristra de mujeres que pasaron por su vida intentando llenar el succionante vacío de recién divorciado, cada una de ellas representando distintas caras del amor esquivo, o de lo que es casi lo mismo, del amor demasiado inundante que asfixia y aleja. Y el autor lo hace con lealtad a un principio fundamental de la ficción que lo emparienta con Soriano y con Cercas, un principio demasiadas veces olvidado: apoderarse del lector y no soltarlo desde la primera página, no distraerse en ningún renglón de sacudirlo, conmoverlo, de ayudarlo a que refleje sus propios rostros y sus propios cuerpos, darle respiros de humor y de reflexiones inteligentes para de inmediato hundirlo de cabeza en el fascinante juego azaroso y casi siempre inútil de estar vivo.
Emerge la mujer también recién divorciada que usa a Fernández de trampolín para zambullirse en otra pareja, la bella incapaz de amor que canjea conveniencia posible por pasión inalcanzable, la psicópata que oculta un propósito siniestro que hubiera cambiado la historia argentina, la que busca a Fernández de cómplice para consumar una venganza, y otras. Mechados con el ciclista enamorado que aprendió a retroceder en el tiempo, el extravagante encontrador de objetos perdidos, el ajedrecista de geriátrico torturado por su videncia.
Personajes que han transitado la literatura universal pero que en “La segunda vida…” aparecen renovados, virginales, iluminadas por el lenguaje con el que argentinas y argentinos de hoy hablamos y sobre todo pensamos, haciendo puntos de capitoné donde el texto lo reclama.
Lo que nos enrostra el libro de Fernández Díaz es que ‘pasión’ y ‘padecer’ tienen la misma raíz etimológica, y que la pasión amorosa roza con la inmolación, con la devastación. Pero también que, como nos sugiere el título y como nos enseña uno de los personajes, si cortamos ciertas flores (nuestras vidas dirigidas a la nada) y las dejamos flotar en el agua (la búsqueda del amor) revivirán (la esperanza de que quizás, después de todo, valga la pena agitarse como las absurdas marionetas de la frase de Shakespeare).
El final, cuando todo parece deslizarse hacia un aterrizaje en la serenidad de lo lógico, entra en una repentina zona de turbulencias del que surgen un par de ojos grises y una Amapola que, nos damos entonces cuenta, han estado presentes a lo largo de toda la novela escondidas detrás de lo aparente y que vienen a atar algunos cabos sueltos y a de-satar otros que parecían bien anudados. Y a confirmar la sentencia de la editora del libro del protagonista: “Este es un manual de pesca de altura. Acerca de cómo los hombres y las mujeres se pescan y eluden los unos a los otros durante toda la vida. Es una novela que contiene en sí misma, una primicia mundial que revolucionará la ciencia: ‘¡Los hombres también tienen corazón!’”. Descubrimiento que no llenará de goce a Fernández el protagonista, ni a Fernández el autor, ni a mí el lector. Aunque quizás debamos aceptar, parece decirnos esta maravillosa novela, que el sufrimiento amoroso sea el último reducto de vida vivida que nos queda.
* Escritor, historiador y psicoanalista.