Parecería que en algún rincón de su mente Néstor Kirchner ha escondido el deseo de castigar a su esposa por creerse más inteligente y más sofisticada que él, puesto que cuando optó por obsequiarle la Presidencia de la República ya no podía confiar en que recibiría un país que, merced a las bondades del modelo productivo y la excomunión de los neoliberales, seguiría creciendo a todo trapo sin enfrentarse con problemas significantes. Por el contrario, el horizonte económico comenzaba a cubrirse de nubarrones que presagiaban tormentas. Tampoco podía dar por descontado que, como heredera del poder político que supo construir, la eventual presidenta Cristina disfrutaría de cuatro años tranquilos después de los cuales les correspondería decidir entre ellos cuál de los dos debería encargarse de los cuatro siguientes. A menos que en el transcurso de los primeros meses del año corriente Kirchner, un político astuto, haya logrado convencerse de que el grueso de la ciudadanía estaría más que contento con que Cristina fuera Presidenta y que por lo tanto le sería fácil gobernar un país en que garantizar la gobernabilidad es privilegio de pocos, habrá entendido que su propio ciclo ya se acercaba al comienzo del fin y que, por injusto que fuera, la gestión hipotética de su esposa sería considerada como la prolongación de la propia.
Desgraciadamente para Cristina, y para el país, mucho ha cambiado desde que se anunció, sin que interviniera nadie que no fuera de la familia reinante y su entorno inmediato, que la pingüina sería la candidata presidencial del Frente para la Victoria, esta entelequia fantasmal que a pesar de los resultados magros que ha conseguido en varias provincias y en la Capital Federal aún es considerada la maquinaria electoralista más potente de las muchas que están compitiendo en la carrera presidencial. Si a inicios del año ya había motivos para cierto pesimismo, se multiplicarían en los meses siguientes. En efecto, todo hace pensar que, luego de un cuatrienio signado por una recuperación económica asombrosamente fuerte que fue facilitada por un gran boom internacional que favoreció a la mayoría de los países “emergentes”, en especial a los exportadores de commodities codiciados por China, y por el megaajuste que sin quererlo llevó a cabo el ex padrino de los Kirchner, Eduardo Duhalde, a la Argentina le aguarda una etapa plagada de dificultades. Por lo demás, si bien hasta ahora se presume que la mayoría respaldará a Cristina en octubre aunque sólo fuera por no querer arriesgarse eligiendo a un opositor suelto, hay motivos para sospechar que la Argentina está por experimentar una de aquellas mutaciones periódicas en que el oficialismo hasta entonces imbatible se ve transformado en una camarilla impresentable, blanco de las burlas feroces de quienes antes se habían convencido de que por fin el país contaba con un gobierno como Dios manda. Si el cambio se pone en marcha antes de los comicios, Cristina podría perderlos, pero lo más probable es que se haga sentir el año que viene. En tal caso, cosecharía las tempestades que su marido se las arregló para sembrar a partir de mayo del 2003.
Entre otras cosas, el sucesor o sucesora de Néstor Kirchner tendrá que hacer frente a una tormenta inflacionaria que amenaza con convertirse en por lo menos una tormenta tropical, cuando no en un huracán. Lejos de moderar las expectativas, la “estrategia” que eligió el Gobierno, que consiste en inventar índices con la esperanza de que la realidad termine acomodándose a la voluntad irresistible del Presidente, sólo ha servido para que todos, desde los consumidores más humildes hasta los magnates que manejan docenas de empresas, crean que en el año actual superará largamente el 20 por ciento y que a menos que se tomen medidas sumamente antipáticas se hará imparable en el 2008. Gracias al desguace del Indec, los empresarios operan en medio de una niebla intensa, razón por la que es lógico que la mayoría sea reacia a invertir más.
Por lo tanto, se prevé que aun cuando los precios internacionales de la soja y los granos sigan siendo muy altos, el crecimiento que constituye la carta de triunfo de los Kirchner propenderá a agotarse. Y si se agravan las turbulencias financieras originadas en los Estados Unidos hasta tal punto que frenen la expansión de la economía mundial, la Argentina estará entre los países más golpeados, ya que en opinión de los perversos observadores extranjeros el Estado podría llegar una vez más a repudiar la abultada deuda pública. Por ahora nadie teme que se produzca una coyuntura tan asfixiante como la que sofocó al gobierno de Fernando de la Rúa, pero incluso una desmejora relativamente menor pondría fin a la época de vacas gordas que tanto nos ha beneficiado. Ya que el patrimonio envidiable de Kirchner se deriva del negocio inmobiliario, es un tanto irónico que si las finanzas internacionales sufren uno de sus esporádicos barquinazos cuando su esposa esté en la Casa Rosada se debería a los esfuerzos vanos por emularlo de los carpinteros y plomeros norteamericanos.
Será por entender que el país podría estar en vísperas de tiempos ingratos, y porque últimamente se ha dado cuenta de que le convendría contar con alternativas a un tipo tan caprichoso como Hugo Chávez, que el gobierno kirchnerista sorprendió a muchos haciendo buenas migas con Dominique Strauss-Kahn, el francés que espera ser el jefe próximo del FMI. Sus miembros sabrán que si bien DSK, como lo llaman sus compatriotas, dice compartir la opinión oficial argentina de que el Fondo ha obrado muy pero muy mal en el pasado reciente ya que está viajando por el mundo en busca de apoyos para su candidatura, esto no quiere decir que una vez que haya conseguido el puesto que anhela remplace la ortodoxia imperante por una teoría económica peronista. A pesar de hablar pestes de lo ya hecho por el Fondo, DSK acaba de recordarle a Kirchner que si quiere saldar aquella deuda con el Club de París sin recurrir a las reservas tendrá que pactar con el monstruo primero, algo que no quiere hacer pero que su mujer podría tolerar so pretexto de que el nuevo mandamás fondomonetarista, un socialista, no tiene nada en común con sus nefastos precursores.
Si Cristina recibe de manos de su marido la Presidencia, pues, le tocará a ella impedir que la ola inflacionaria se transforme en un tsunami, rezar para que el viento de cola procedente del exterior no sea seguido por un viento de frente y encontrar el modo de persuadir tanto a los argentinos mismos como los extranjeros de que valdría la pena invertir mucho dinero aquí. Asimismo, tendrá que procurar minimizar el impacto de la crisis energética provocada por Néstor, lo que mal que le pese podría significar una serie de tarifazos que indignarían sobremanera a una clase media urbana, comenzando con la porteña, que está habituada a pagar por su electricidad y gas una pequeña fracción de lo que abonan sus equivalentes de otros países latinoamericanos más pobres, y como si todo esto no fuera más que suficiente, desenredar, si resulta posible, la maraña complejísima de subsidios que ha improvisado el gobierno actual con el propósito de impulsar el consumo preelectoral.
Además de una economía que a pesar de crecer a una velocidad respetable padece de una multitud de distorsiones que será forzoso corregir, lo que no le será del todo fácil, el próximo presidente heredará una situación política ominosa. El predominio kirchnerista, como el de tantos otros ismos personales antes, se debe menos a los méritos del Presidente y su consorte que a la sensación, realista o no, de que hay que elegir entre el statu quo y el caos o, cuando menos, entre el orden imperante y un período quizás largo de incertidumbre hasta que se consolide una hegemonía nueva.
El capital político del Gobierno, pues, es limitado. Aún no está en rojo, pero se agotará pronto si en los meses próximos se producen más escándalos atribuibles a la costumbre de sus integrantes o de personajes vinculados con ellos de llevar de un lugar a otro sumas envidiables de dinero en efectivo, o para variar, de ocultarlas en el baño. Puesto que Cristina forma parte del equipo gobernante, no está en condiciones de aportar mucho. Y aunque los trámites electorales concluyan de una manera que le resulte satisfactoria, tampoco le será dado decir que debido a los errores garrafales de su antecesor ha heredado un país en llamas. Mal que le pese, tendrá que reivindicar la gestión de su marido mientras trate de saldar las deudas que le habrá dejado, de las que ya hay tantas que los tentados por las explicaciones psicológicas tendrán buenos motivos para sospechar que lo que realmente quiere Néstor es que fracase Cristina por creer que en tal caso se confirmaría quién es el más capaz y talentoso de los dos.