Aquellos progresistas europeos que sueñan con un mundo por fin liberado de las pasiones tribales –que en el siglo pasado provocaron tantas calamidades– están desconcertados. A diferencia de sus correligionarios latinoamericanos que, en sus propios países por lo menos, suelen tomar muy en serio los temas vinculados con “la identidad nacional”, los progres europeos creían haber dejado atrás para siempre actitudes a su juicio primitivas que habían contribuido a hacer de su parte del mundo un matadero atroz. Suponían que por haber sido el colonialismo imperialista europeo la causa de todo los males del planeta, su propia metamorfosis en leones herbívoros serviría para inaugurar una época de paz universal. Puede entenderse, pues, el horror que tantos sintieron al oír a la jefa del gobierno alemán, Angela Merkel, declarar muerto el “modelo multicultural” en que, imaginaban, personas de origen muy distinto convivirían amistosamente en un clima de tolerancia mutua, celebrando “la diversidad” resultante y lamentando la estupidez perversa de quienes se resisten a pensar como ellos.
Según Merkel, los inmigrantes, en especial los cuatro millones de turcos, deberían esforzarse más por aprender a hablar alemán y respetar las normas de la sociedad en que han elegido vivir. No se trata de una pretensión excesiva, ya que hasta hace relativamente poco, en todos los países era perfectamente normal que los inmigrantes procuraran adaptarse a las particularidades de la sociedad anfitriona, pero en opinión de los defensores más decididos del multiculturalismo, la postura de Merkel es xenófoba, por no decir fascista, y por lo tanto peligrosísima. Aunque a nadie se le ocurriría calificar de progresista al primer ministro de Turquía, el islamista Recep Tayyip Erdogán –el que dijo: “Las mezquitas son nuestros cuarteles y los minaretes son nuestras bayonetas”–. Él también es un partidario fervoroso del multiculturalismo europeo. En el transcurso de una visita reciente a Alemania, informó a sus compatriotas que “la asimilación es un crimen contra la Humanidad”. ¿Y en Turquía? Bien, a quienes hablan mal de “la turquedad” o aluden al genocidio armenio les espera la cárcel.
Desde el punto de vista de Erdogán y de sus aliados progresistas coyunturales, les corresponde a los europeos asumir una postura humilde frente al “otro”, aun cuando dicho “otro” se afirme resuelto a forzarlos a elegir entre someterse a una variante sumamente rigurosa del Islam militante y la muerte. Aunque hasta ahora la mayoría de los europeos ha hecho gala de un grado asombroso de paciencia, atribuyendo los atentados indiscriminados –destinados a amedrentarlos– a una minoría minúscula de exaltados, las últimas encuestas de opinión los han llevado a considerar si realmente les conviene seguir tratando a los islamistas como un puñado de locos que tarde o temprano aprenderán a querer a sus conciudadanos cristianos, judíos, hindúes, budistas y ateos.
Los sondeos son terminantes: afirman que muchos fieles presuntamente moderados “comprenden” a los terroristas y dicen que les encantaría ver reemplazadas las leyes locales por el despiadado código legal islámico.
Desgraciadamente para los aún comprometidos con el multiculturalismo, la mayoría abrumadora de los europeos coincide con dirigentes denostados como “islamófobos” y “ultraderechistas”, de los que el holandés Geert Wilders es el mejor conocido, que les advierten que a menos que los infieles cierren filas cuanto antes para hacer frente a la agresividad musulmana, el futuro de Europa será sombrío. Parecería que Merkel, la líder del país más poderoso del continente, ha optado por solidarizarse con tales “extremistas” después de haber aparentado durante años estar de acuerdo con la elite progresista que jura estar convencida de que, a pesar de las apariencias, el Islam es en verdad un credo pacífico.
Mal que les pese a los islamófilos, las afirmaciones en tal sentido han resultado ser menos persuasivas que las matanzas perpetradas por guerreros santos, el asesinato de chicas jóvenes culpables de comportarse como occidentales, las amenazas sanguinarias proferidas por clérigos furibundos, el odio visceral que sienten tantos musulmanes hacia los judíos y la proliferación en las calles de sus ciudades de mujeres enmascaradas.
Por motivos comprensibles, muchos millones de europeos han llegado a la conclusión de que el Islam es incompatible con la democracia laica y que es necesario enfrentarlo antes de que sea demasiado tarde. Algunos temen que ya lo sea: en la Unión Europea viven aproximadamente 20 millones de musulmanes
–nadie sabe la cifra exacta–, y se prevé que, debido a la alta tasa de natalidad de la colectividad así supuesta y la inmigración, pronto haya muchos más.
Todo sería más sencillo si, andando el tiempo, las comunidades que se han formado se permitieran disolver en un gran “crisol de razas”, como sucedió con generaciones anteriores de inmigrantes pero, para extrañeza de los responsables del experimento, la resistencia de los musulmanes a dejarse asimilar propende a intensificarse. A su manera, se asemejan a los colonos europeos de otros tiempos que, con escasísimas excepciones, se negaron a permitirse influir por las costumbres a su entender salvajes de los nativos de las tierras que ocupaban. Para más señas, dirigentes árabes como el libio Moammar Gaddafi no vacilan en pronosticar que, merced al crecimiento demográfico de sus congéneres, “sin espadas, sin pistolas, sin conquista, Europa se convertirá en un continente musulmán en pocas décadas”.
Que los más amenazados por la militancia islámica sean los judíos, los blancos predilectos tanto de la saña del profeta Mahoma como de los indignados hoy en día por la mera existencia del Estado de Israel, es tristemente irónico. La decisión de abrir las puertas de Europa a inmigrantes procedentes de regiones exóticas sin tomar en cuenta detalles presuntamente menores como los supuestos por sus creencias religiosas y costumbres se debió en buena medida a la sensación de culpa que se apoderó del viejo continente por haber permitido el holocausto. También incidió la arrogancia de quienes suponían que los principios reivindicados por los progresistas ilustrados del Occidente eran compartidos por el resto del género humano, incluyendo, desde luego, a los habitantes de los países musulmanes del Medio Oriente y Pakistán, de suerte que una vez en Europa los inmigrantes abandonarían las supersticiones truculentas de sus antepasados, transformándose casi en seguida en escépticos benignos más interesados en disfrutar de los placeres del consumismo que en obedecer los mandatos de fanáticos religiosos. Se equivocaron, claro está.
Las perspectivas para Europa distan de ser promisorias. Según los pesimistas, los años próximos verán estallar un sinnúmero de conflictos violentos entre los musulmanes y los defensores de lo que queda del estilo de vida tradicional; la economía, incapaz de competir con la de China, se desmoronará, llevando consigo el estado de bienestar; y la caída, al parecer definitiva, de la tasa de natalidad tendrá consecuencias devastadoras en España, Italia, Alemania, Grecia y los países bálticos. Los optimistas apuestan a que de un modo u otro Europa logre mantenerse a flote sin experimentar las convulsiones apocalípticas previstas por los alarmistas, pero sus voces no son muy convincentes. Al fin y al cabo, si proponer aumentar la edad de jubilarse de 60 años a 62 ha sido suficiente como para desatar una revuelta caótica en Francia, cuesta creer que los gobiernos de la UE resulten capaces de llevar a cabo medidas mucho más drásticas para que los países miembro superen los desafíos imponentes que les aguardan.
En la raíz de la crisis acaso terminal de Europa está la disminución de lo que John Maynard Keynes llamaba “instintos animales”, el vigor anímico o impulso vital que permitió dominar el mundo entero antes de desgarrarse en dos guerras horrendas. Al perder confianza en sí mismos y en su propio destino, los pueblos europeos se sienten vulnerables frente a una coalición de países paupérrimos y tecnológicamente atrasados aglutinados por su adherencia ferviente al Islam, un culto cuyos fieles no pueden resignarse a ocupar un lugar subalterno en ninguna sociedad occidental porque la ideología islámica los coloca en la cúspide. Además, por ser cuestión de un credo fundado por un guerrero, el Islam es por naturaleza tan expansionista como en su momento fue el imperialismo europeo, razón por la que es virtualmente inevitable que, luego de formar una comunidad numerosa en una sociedad ajena, sus dirigentes pronto encuentren pretextos para provocar conflictos violentos con los nativos.
De haber reaccionado los europeos con firmeza desde el vamos, informándoles a los recién venidos que a menos que se adaptaran rápidamente a las usanzas locales tendrían que volver a casa, se hubieran ahorrado muchos problemas. No lo hicieron. Antes bien, persuadidos de que los inmigrantes eran víctimas inocentes del colonialismo, muchos líderes europeos dieron a entender que, al igual que el primer ministro turco, estaban convencidos de que asimilarse sería un crimen contra la humanidad, ayudando así a preparar el escenario para lo que podría ser una nueva tragedia en un continente que ya ha visto demasiadas.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.